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tengo miedo, pero Ellos quieren estar conmigo, me buscan, están en todas
partes, yo no los puedo dominar.
—¿Por qué no dejás de pensar, Val? No sé qué te pasa, no quiero que me
cuentes más.
—¿Por qué no?
Facundo titubeó y dijo:
—Porque a veces me asusta sentir que estamos hablando de algo que los
dos conocemos. Pero yo no sé lo que te pasa y no quiero saberlo tampoco.
Narval se levantó. Caminó un poco en círculos rascándose la cabeza.
Después, tapándose la cara con las manos, murmuró:
—No me dejes solo, por favor.
—Claro que te voy a dejar solo —dijo Facundo—. ¿Qué querés,
arrastrarme?
—¿Arrastrarte? ¿De qué hablás? Si esto me pasa sólo a mí.
—¿Cómo sabes? Yo sé lo que es sentirse cercano a la locura. No quiero
sentir que me vuelvo loco nunca más. No quiero más dolor ni más
demencia ni más nada. Quiero estar tranquilo, quiero quedarme como
estoy —se paró, caminó hacia la ventana y se dio vuelta para mirado—.
No me jodas, Narval.
Narval aflojó los brazos y se sintió muy cansado, como si pudiera
dormir durante años.
—Nunca podría joderte. No digas eso.
—Claro que podrías. Pero no lo hagas —Facundo se acercó a Narval
para abrazarlo y le dijo al oído—: Por favor.
Narval lo abrazó también, sin demasiada fuerza. Era sorprendente,
pensó, que Facundo pidiera por favor. Lo besó despacio y dijo:
—Nunca voy a hacerte nada malo, nunca —tomó la cara de Facundo con
las manos y la puso tan cerca de la suya que sólo veía difusamente el
brillo de los ojos grises—. Nunca.
Facundo lo hizo callar y apagó la luz. En silencio, empezó a sacarse la
ropa. Recién cuando estuvo desnudo volvió a mirarlo. Narval, extasiado, lo
observaba con asombro y deseo; sólo podía desear así a Facundo, sólo él
podía producirle esa sensación de vértigo y vacío en el estómago.
—¿Qué sos? —preguntó Narval mientras las sombras de las hojas
agitadas por el viento dibujaban con luces y oscuridades el cuerpo de
Facundo.
—Lo que quieras —dijo él.