Páginas barrocas

En la selección de los textos de esta antología se percibe la aparición de un hilo conductor que los une, alrededor del cual se hacen presentes las máximas fuerzas expresivas de los sentimientos. En estos relatos el recurso lírico de las formas literarias busca el límite de las posibilidades de contar de esta manera, tratando de llegar a las emociones más valiosas de quienes se dejan llevar por los vaivenes de la lectura En la selección de los textos de esta antología se percibe la aparición de un hilo conductor que los une, alrededor del cual se hacen presentes las máximas fuerzas expresivas de los sentimientos.
En estos relatos el recurso lírico de las formas literarias busca el límite de las posibilidades de contar de esta manera, tratando de llegar a las emociones más valiosas de quienes se dejan llevar por los vaivenes de la lectura

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Raúl Ariel Victoriano

Páginas Barrocas

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Raúl Ariel Victoriano

Victoriano, Raúl Ariel

Páginas barrocas / Raúl Ariel Victoriano. - 1a ed. -

Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Raúl Ariel Victoriano,

2018. Libro digital, PDF

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-42-8661-1

1. Antología de Cuentos. I. Título.

CDD A863

Ilustración de portada: Edgardo Rosales

Buenos Aires, Argentina.

Autor: Raúl Ariel Victoriano

Buenos Aires, Argentina.

http://hastaqueelesplendorsemarchite.blogspot.com.ar

Mail: betweenbrackets293@gmail.com

Todos los derechos reservados. Esta publicación no

puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada

en, o transmitida por un sistema de recuperación

de información, en ninguna forma ni por ningún medio,

sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético,

electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin

el permiso previo por escrito, del autor.

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina.

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A Liliana, por ser la sustancia de las letras.

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ÍNDICE

Aromas 8

Cada mañana 14

El faro de sus sentimientos 19

Sin aliento 24

Sugerencias 28

Elegía para que me perdones por dejarte sola 33

Después del temblor 38

Las afortunadas 45

Cortinas de seda en la nieve 51

Hojas de invierno 55

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Aromas

Este barrio se llamaba Palermo Viejo, nombre asociado

por defecto a los bravos cuchilleros del arroyo

Maldonado, que ahora corre silencioso debajo del cemento

de la avenida ancha. Este sitio todavía se resiste

al paso de los años con sus viviendas de patios abiertos,

con aljibe en el centro, con brocal de ladrillos de

canto, forrados con azulejos, coronados con arcos de

hierro forjado.

Este es tu barrio.

Hace muchos años éstos eran ámbitos de Buenos Aires

con perfume a tango, con ventanas de rejas altas a la

calle y macetas de malvones en el alféizar. Las veredas

angostas eran un desafío para el paso cansino de los

compadritos tanto como los empedrados de las aceras

eran tropiezos al paso de los carros. Pero esto es la estampa

de una época anterior y se conserva en los retratos

de color sepia, esas imágenes de cuando nuestros

abuelos eran niños que jugaban en la calle.

De todas maneras, las épocas aún hoy se confunden, se

mezclan presente y pasado en los rincones más insólitos.

Al lado de las torres modernas se ven, a veces, ais-

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lados resabios de casas antiguas, con cuartitos escondidos

tras las rejas tapiadas, patios con los pastos crecidos.

El avance desalmado del progreso asusta. La

tristeza se hace oír con el golpeteo de las ventanas desvencijadas

cuando se agitan solitarias en los días de

tormenta.

Hace poco que nos conocemos y hoy vine hasta aquí a

verte de nuevo.

Vengo desde la avenida, llegué caminando por estas

calles en las cuales permanecen retazos, si se presta

atención a los detalles, del espíritu del arrabal de fines

del siglo diecinueve. Estas casas son esquivas a la mirada

como lo son nuestros duendes del pasado. De soslayo

percibo latigazos relampagueantes del ayer. Reconozco

las formas ancianas de algunas construcciones

antiguas, casi en ruinas, con los frisos abiertos debido

a las heridas del tiempo, con la sangre seca, descascaradas.

En mi memoria se abre un espacio difuso porque yo

también conservo recuerdos parecidos de mi barrio, de

sucesos míticos contados de generación en generación,

o leídos, estimulados en este recorrido por los olores

agrios que despiden las maderas nobles de los portones,

los aromas del vino en cuba de las bodegas con

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pisos cuadriculados. Los puedo observar a mi paso espiando

hacia los interiores de las viviendas, cascados

por el desgaste debido al tránsito antiguo de botas y

alpargatas.

He llegado y te veo bajar presurosa a abrirme la puerta

de entrada. Te he dado un beso y luego, al salir del ascensor,

ya en el sexto nivel, me has tomado de la mano

y accedemos al pasillo oscuro donde se asoman las

puertas de todos los vecinos del piso. Es el espacio común

del edificio, a veces silencioso, a veces susurrante,

con el arrullo intrépido de las subidas y las bajadas,

con el ruido del abrir y cerrar de puertas metálicas,

un sonido que se esparce vertical y horizontal, más

o menos intenso de acuerdo a la pesadez del aire y a la

temperatura de las estaciones.

Entramos. Los espacios de las habitaciones de tu departamento

siempre sugieren algo acogedor, femenino,

cargados de fragancias agradables, y cuando yo ya estoy

adentro esas esencias crecen y colman todos los

rincones de forma tal que cuando se aquietan se tornan

reconocibles.

Lo que afuera ha sido una intuición de vegetales, aquí

dentro huele con precisión a morrones rojos, puestos a

asar encima de la tostadora. Más tarde tus dedos ágiles

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le darán una vuelta, los harás quemar parejo y después,

seguro les quitarás el pellejo oscuro, rescatarás la

pulpa escarlata, los cortarás en trozos angostos y los

bañarás en aceite denso para que su sabor sea más delicioso.

Sumiso en tu territorio, me invade un sentimiento de

ternura y asciende hasta la base de mi cuello. Entonces

tengo una sensación extraña. Mi figura se convierte en

una especie de asombro. Te observo de pie con mis

pupilas apuntando a tus manos pequeñas, pero no

puedo dejar de mirar tu cuerpo menudo ostentando la

espalda casi al descubierto. Soy un intruso, a la vez

muy cerca y muy lejos de tus suaves y seguros movimientos.

Me asomo, con cierto pudor, a tu agilidad

para acomodar ollas en el pasillo estrecho de la cocina.

Con mis ojos atentos te observo inclinada sobre el palote

o agachada en cuclillas retirando el pan de gluten

del horno, envuelto en los infinitos aromas que emanan

de los poros de la corteza castaña. Admiro la agilidad

de tus dedos y la certera delicadeza de la maniobra para

tomarlo y depositarlo sobre la tabla como un monumento

recién concluido.

Al día siguiente, después de pasar la noche juntos, se

instala en tu cuarto el lento despertar de los objetos y

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los rayos de luz palpan tímidos los rincones secretos

del dormitorio. Amanecemos sorprendidos los dos con

la tentación a flor de piel y hacia allí me conducen las

señales de tus ojos, a sumergirme en tu abismo sin sentir

vértigo, a embriagarme con el néctar de tu colmena

encendida, dentro de los fuegos de tu territorio ofrecido.

Y después de las batallas interminables quedamos

exhaustos, con las sábanas revueltas por los movimientos

de amantes desesperados, cautivos culpables

de los gestos que propone la inminencia y la consumación

de nuestros deseos.

Luego vendrá la ceremonia del desayuno a reemplazar

las dulzuras de los besos por los perfumes del aire matinal

que se cuela por las hendijas de la ventana.

Me acerco a la cocina y te sorprendo de espaldas. Al

advertir mi presencia te das vuelta y tu mirada me hace

cómplice en la fiesta de cacerolas y alimentos frescos.

Puedo oír el rumor apagado de tus pies descalzos, imagino

crujir bajo tus pasos una alfombra de hojas secas

de plantas otoñales, te sueño caminar como una diosa

sobre la turba callada del suelo hueco de colinas imaginarias.

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El agua caliente cae sobre la yerba y levanta un humo

tenue desde la boca del mate, flotando hasta desaparecer.

No hace falta que ninguno hable. La mañana llega

y los dos ansiamos disfrutar este momento. Es necesario

para eso mirarse a los ojos. Yo me detengo sobre

los tuyos imaginando cosas y sin pronunciar palabra

me mantengo en silencio.

Ahora sé, estoy seguro. Hay dos cosas que te definen.

Una es la mirada serena de la percepción profunda de

tu alma, y la otra es tu voz, tan clara, contando nuestra

historia de ternuras. Más aún quizás que tu sonrisa,

casi, casi, tan escandalosa, que sería capaz de entristecer

a un campo de maíz iluminado de soles en un mediodía

de verano.

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Cada mañana

Es cierto que la luz ya le ha quitado la pereza a la mañana

y la gente va a su trabajo, a su rutina, pero ¿por

qué tenemos que separarnos? ¿Por qué dejar nuestro

cielo, porqué debo abandonarte, alejarme de vos por

tantas horas?

De mi sueño descendí desconcertado al principio y

ahora, tras despojarme de las sábanas, me encamino a

la ducha, obediente al mandato implícito de la costumbre.

Y lo hago, debo admitirlo, como una marioneta sin

corazón, reiterando el hábito cotidiano. Llego con paso

dócil, al ritmo del avance desganado de las agujas del

reloj. Dentro del pecho, aquí, me entrego a la perversa

desidia que me persigue. Un sabor amargo me gana y

me conduce al desencanto con su habitual e intensa

falta de cuidado.

El tiempo pasa, ahora lo siento más que nunca, y aunque

a veces vacila, siempre avanza, con la avaricia de

lo inobjetable. Sé que es así, siento que nunca retrocede

—maldito implacable— hacia los sitios en que se

hallan la belleza, los instantes más delicados de tus caricias,

los momentos inmensos de tu entrega.

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¡Cuántos besos de menos no podremos darnos en este

nuevo día! Crujirá la sal de los labios resecos de tanto

nadar por los recuerdos del mar de las delicias. En mi

piel carente de amor quedarán solo vestigios del recorrido

de tus manos. Contemplaré en qué modo medra,

se expande, se alarga el vacío de las horas, las cuales

se van a prolongar como una condena, más tarde,

cuando estemos separados.

¿Cuál es el motivo para resignarnos a un suceder de

este modo? ¿No somos capaces de inventar, de imaginar

otras formas? La vida es demasiado, es un exceso,

con esta eternidad por delante hasta que nos volvamos

a ver por la noche, hasta que llegue la próxima brasa.

Si supieras, si pudiera decirte, como el tiempo se eleva

y se agiganta hasta el infinito. Si pudiese explicarte

cómo se hunde en un claroscuro interminable y frío

cuando tu rostro está escondido en otra parte y no

puedo verlo, te aseguro que no serías feliz al escuchar

mi queja tan sombría, deberías hacer de cuenta que

esas palabras no fueron pronunciadas.

Deberé esperar a que se cumplan los horarios, a que

choquen imaginarios aldabones y estallen timbres y

campanas, para renacer con el festejo de la huida para

ir a tu encuentro. Me resignaré a que se completen los

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ciclos inexorables de los oscuros ritos cotidianos. En

fin, será un abismo insondable. No sé, todavía, que alas

me pondré para cruzarlo. Te extrañaré mucho, hace

apenas semanas que te conozco y tengo temor de olvidar

tu rostro, querré repasarlo en mi memoria para no

perder tu imagen en los minutos que me restan para

volver a verte.

Así se enredará la noria de las horas ausentes, se demorará

en los segundos. En todo se retrasará mientras

vos no estás. Suele suceder así. Todos los días enfrentando

al olvido con temor. Tendré miedo de no recordar

tu pupila oscura, tus pies pequeños, tus pechos

blancos, el abrazo ligero de tu cuerpo en medio de la

noche. Me ganará la inquietud, me espantaré al pensar

que la música de tus palabras podría quedar relegada

al silencio.

La espera se dilatará, deberé aguardar con mi espíritu

exudando angustia y desencanto durante el tormento

del atraso, a la espera de la ruptura de la demora entre

nuestros encuentros. Seguro se arrugará mi frente

mientras se perpetúa tu ausencia y caminaré con la cabeza

gacha y el alma desencantada.

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En todo esto pienso ahora que debo despedirme. No

tengo ganas de hacerlo, de veras, son alfileres que entorpecen

el beso, son olas siniestras que van y vienen

por los corredores del orfanato de la soledad en el cual

me alojaré, entre mordeduras y lamentos. Por eso me

abrazo a tu sonrisa, para hacerla eterna y convertirla en

el sol necesario para soportar la penumbra que tengo

por delante.

Un humo pesado y gris aguarda más allá, en los instantes

posteriores. Por ahora el futuro incierto de mi día

eterno se mantiene en secreto y la calidez de tu encanto

se adelgaza en jirones de niebla que se va disipando.

La conservaré en la gruta oscura de mi alma, bajo siete

llaves, durante el eclipse de tu figura.

Mientras te miro a los ojos desciende la temperatura de

mis emociones y las congela transformándolas en una

sustancia espesa que no se presenta visible. Antes de

la partida me asalta el desconcierto. Una epifanía se

interpone. De ahí, de donde menos lo espero, salta el

animalito mínimo disimulado en la maraña de los pensamientos.

La pequeña alegría. Aparece una luz tibia

en el borde de mi retina y yo imagino una corona encima

de tu frente; un resplandor más arriba. Tu dulzura

espléndida se apodera del centro de la existencia. Tu

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rostro brilla con más intensidad que un sistema estelar

con tres soles. Tus brazos abiertos me reciben, y mientras

me abrazan, siento la caricia de tus cachetes, calmando

la herida larga e interminable del inicio de mi

aislamiento diario, inconcebible. No quiero irme.

Tus talones ascienden levemente al beso de la separación

como si los labios fueran una ofrenda religiosa.

Es el instante de gloria que me hace falta para vencer

el vértigo, ese redondel vacío y opaco; es el abrazo que

me prodigan los latidos de tu corazón: suave tambor de

hojalata que me eleva hasta la nube celeste.

Feliz de llevarme el rocío de saliva en mi mejilla recupero

la alegría sin decir palabra, secuestrando mi sonrisa

para el regreso. No hay ya ningún peso que me

curve las espaldas.

El empujón de tu soplo de alas de mariposa me acaricia

el alma.

Y así salgo a enfrentar al nuevo día.

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El faro de tus sentimientos

Imagino que ella vive en un faro. Por eso es que, al

asomarse, puede mirar el infinito, puede ver la línea

del horizonte, el río extendido hasta la otra orilla, la

silueta lejana de los barcos empujando la marea.

Esta tarde hubo bruma.

Ella se acerca a la ventana, desplaza los pliegues de la

cortina con sus dedos hacia un costado y observa en

silencio la niebla que cubre el golfo casi por completo.

Algunas columnas, pararrayos y pedazos de terrazas

asoman el cuello erguido como el palo mayor de un

buque encallado, surgen brazos y manos trémulas, restos

edilicios desvanecidos entre algodones. La vista se

pierde en la distancia, las nubes lo abarcaban todo, el

sol agoniza. Ella sonríe y se le ilumina el rostro.

La noche acecha, pronto el aliento de mi voz estará a

su lado.

Imagino ahora que ella está allí, en el vientre de la

bahía amplia y frondosa de árboles verdes, lejos de la

punta de los acantilados donde golpean las olas, a las

que seguramente no escucha. Esa punta de reptil que

se arrastra desde la costa para morder el agua yace dormido,

quieto, apuntando hacia el este ese hocico de

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piedras de colores verdes, bañadas por la espuma intermitente,

blanca bajo el resplandor de la luna, pero

que ella no puede ver; esas rocas puntiagudas tiritan en

las sombras a la espera del día, aguardando el despertar

del vuelo de las gaviotas.

Mientras escribo, es necesario que ella esté unos kilómetros

más al norte, allí en su faro, seguramente cruzada

de piernas, sentada, jugueteando con los flecos de

su blusa. Si existo es porque en este momento ella me

está pensando en su incierta melancolía, cuando se

marchitan los últimos esplendores de la tarde y los astros

nocturnos arden en el inmenso techo oscuro.

En su espíritu evoluciona la magia y el aroma de las

hadas. Su perfume único la distingue a tal punto que

me siento capaz, si estuviese ahí, de encontrarla, aún

con los ojos vendados, tanteando el aire con mis manos

extendidas hacia delante. Podría hacerlo desde aquí

también, tan solo con la reflexión, guiado solo por la

esencia que emana de su instinto, si es que está dispuesta.

Pero es como las flores que abren sus pétalos en las

tinieblas, solo huele así cuando está en estado de levedad,

ese modo tan cercano a la ingravidez en que se

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suspende por encima de las cosas, para llamarme, porque

me necesita. Pero no siempre sucede. Una vez me

he acercado hasta tocarle la piel y he descubierto que

su cuerpo no tiene aroma. Como las antiguas diosas

griegas de los cantos épicos su cuerpo emite fragancias

solo cuando alguna emoción le agita el alma.

El faro es una torre alta en donde vive. Allí, donde se

ve esa luz tenue tiene su nido, en la mitad de su altura.

Ahora hay silencio dentro porque todos los habitantes

del pueblo duermen, hechizados por ella, para que conversemos

a la distancia. Se han detenido los sonidos

cotidianos, no hay choques de ollas, ni tintineos de copas,

ni llaves, ni cerraduras que raspen los metales.

Todo mudo. No hay sustancia cotidiana. Ella ha ordenado

todo. Hasta allí solo llega el murmullo de mi voz

lejana a conversarle en los oídos de su dulce soledad.

Su alcoba arroja una franja de claridad anular en medio

de la oscuridad. Es posible subir por un espiral de escalones

que se va enroscando como una planta trepadora,

una enamorada del muro que lucha por alcanzar

la luminaria del faro. En el sexto descanso está su

cielo, ahí quisiera estar ahora.

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Me agrada su compañía a la distancia, bajo las estrellas

heladas que surcan el firmamento en este marzo sublime,

al calor de la noche. Pensarla tiene el encanto

de dialogar con los ángeles con el idioma de las emociones.

Ella tiene la costumbre inmortal de no enojarse,

talla ideas de madera noble con gubias silenciosas,

sabe retrasar el tiempo, alargar los minutos y las horas,

maneja la eternidad de los instantes. Seguramente

ahora anda descalza, sin hacer ruido. Mientras conversamos,

va a buscar un té y se sienta a desenredar los

pensamientos que le acerco. Camina con calma, como

recorriendo el sendero de un bosque de pinos, conversando

con las plantas y las aves. No es cotidiana.

Está en el faro observándome, lo percibo. No es necesario

que me hable. Me piensa. Eso es todo. De ese

mismo modo me iluminó el rumbo entre las aguas turbulentas

para llegar a su corazón. Hizo recto lo sinuoso,

liso lo ríspido, suavizó lo quebrado, me señaló

los escollos. Logró establecer la eternidad de los veranos,

eliminó las rutas equivocadas, llenó el aire de mariposas.

Otros navegantes han llegado antes a su sitio

pero no han sabido encontrar los secretos de su paraíso,

no llegaron a comprender toda la plenitud de sus silencios.

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Ella tiene reservado un lugar para mí en ese pequeño

enclave, en la panza del golfo a unos kilómetros al

norte de aquí. El faro de sus sentimientos no tiene un

nombre marino y nadie sabe las millas que barre el recorrido

del haz de luz cuando cae la penumbra, y nadie

sabe ni sabrá cómo ha podido salvar a mi barco del

naufragio, en aquellos momentos, cuando la noche había

desatado toda la furia del agua contra los acantilados.

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Sin aliento

Como los pájaros, siempre mi canto es el mismo. Una

mezcla de timidez de gorrión y elocuencia de calandria.

No lo voy a cambiar ahora que la tristeza viene a

visitarme más seguido, ahora que me he quedado

mudo y mis dedos se enfriaron. Alargo mi mano, la

extiendo hacia lo alto, pero no llego a las estrellas.

Quisiera que no sea larga esta tortura. He quedado sin

consuelo, sin alivio para sostener el alma. He visto la

luna roja hace algunas noches en Buenos Aires como

un mal presagio para la poesía. Esas señales me acobardan.

No me he quedado de brazos cruzados, me he aventurado

por otros océanos que no conocía, otros climas

me han recibido inhóspitos, me han cerrado las puertas

de sus cielos, me han privado oír el canto de sus lenguajes.

Lo he intentado, lo juro.

Y todo ha quedado en hojarasca, papeles que han nacido

mustios, opacos de colores, no hubo ternura en los

tonos que he ensayado, con tanta delicadeza. Me he esmerado,

lo aseguro.

Lo he intentado con premura y he tropezado con la piedra

de la torpeza. He levantado los talones para que mi

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voz llegara más lejos y los sonidos de las voces de los

otros escritores han sido más firmes, he quedado absorto,

admirando los cantos de esas aves espléndidas

volando alto. Qué lejos estoy de ellos, me he dicho.

Otros corazones fervientes saben sangrar mejor, son

más calientes. Del mío solo sale un fluido tibio, y por

eso he ido en busca de otra sustancia indeleble, a hurgar

en el refugio de los recuerdos de la mujer que me

ha querido. Siento el frío de la soledad en el aire quieto

de la esperanza que me empeño en sostener.

Mis palabras se encuentran atascadas en la corriente de

los arroyos menores, enredadas en los pequeños hilos

de agua que solo saben de susurros. No siento el torrente

del río abierto y caudaloso de los brillantes textos

que, equivocadamente, creí haber escrito. Es una

condena que merezco, supongo, el Destino lo ha dispuesto

así. He disfrutado como un elegido del baile

maravilloso de la lírica, pude acceder halagado al Paraíso

de las Letras, me sentí eterno por un rato.

La Poesía es un reino para pocos, un útero que abriga

a los dichosos, da la miel y alivia la locura. Pero ahora

me ha expulsado, he quedado exhausto y sin aliento,

con gotas de hiel entre los dedos y sin saber qué hacer

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con mis huesos, aterido, con el lápiz clavado en mi

mano oxidada.

Siento que esos días agradables se han retirado al pasado,

los brotes que me pareció haber visto entre la

hierba se han secado, han germinado tarde las semillas.

Las agujas del cuadrante que arman la geometría del

azimut se van cerrando hacia el invierno. Se acortan

los días y el sol empalidece detrás de las colinas, su

calor ya no abrasa a las musas, sus rayos se curvan iluminando

menos las metáforas, languidece la tarde. Lo

presentía.

Me quedo a un costado del camino con esta pequeña

desazón, mirando pasar a los nuevos poetas, escuchando

los cantos de los jóvenes juglares. Quizás

nunca debí haber salido de mi sitio, tal vez hice lo indebido.

Me han condenado los dictámenes severos de

los dioses, seguramente, debido a los poemas estériles

que ha dado a conocer mi vanidad. De algún modo se

han enojado conmigo, imagino que no están equivocados,

su juicio nunca yerra.

No reniego, agradezco haber estado ahí un rato, haber

escuchado los cantos de las sirenas, haber sentido los

susurros de los corazones que he conmovido, haber

disfrutado de tanta magia. Fue muy hermoso, espero

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volver, más no sé cuándo la inspiración se apiadará y

me tenderá una mano, antes que me hunda sin remedio

en el pantano de la amargura.

No puedo cambiar el tono melancólico de mi canto, la

sombra de la nostalgia me lo está impidiendo. No

puedo, siquiera, poner un mínimo de belleza en estas

pobres líneas que escribo. De veras lo siento.

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Sugerencias

Mujer, vos has estado en Buenos Aires, te reconozco.

Recuerdo que te dije:

—Si alguna vez venís por aquí tenés que ir a ver el río

desde la Costanera. Andá por allí en una tarde fría y

lluviosa. En esos días tiene que haber viento y podrás

ver que sobre el agua marrón se forma un jaspeado de

espuma blanca en las crestas de las olas. Ahí aparece

el león dormido que respira.»

»Si alguna noche andás por las calles del centro puede

que alguien se te acerque con una sonrisa y una palabra.

Vos sabrás si responderle, pero no te quedes con

la duda. Los porteños tienen el corazón blando, la voz

ronca y el alma cautiva de los solitarios. Los encontrás

en cualquier café, entrá y solo dejáte ver, que ellos sabrán

mirarte a los ojos. Llevá una gota de perfume

puesta sobre la piel. No mucho. Ellos dejarán a un lado

sus lecturas y alzarán sus caras hacia vos y de curiosos

querrán saber quién es la dama que entra detrás de esa

fragancia que aturde.

»Te llevarán a caminar por los empedrados. Les gusta

hacerlo a la caída del sol con la tarde agonizando por

detrás los edificios. Después, cuando se enciendan los

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faroles, te van a conquistar con palabras dulces porque

se encariñan enseguida de una cara bonita, con una

falda ajustada, o con unos labios pintados. Si así lo

sienten te lo van a susurrar en pocas palabras, en voz

baja y caminando despacio por las calles embrujadas

de San Telmo. Parecen duros pero cualquier mujer les

puede alterar los latidos con una sonrisa.

»Te llevarán a ver el río, de todos modos, porque Buenos

Aires es una dama recostada en la costa y hay que

verla al levantarse y a la hora de dormir. El verano la

enloquece y con silbidos llama al viento por la noche

para que la abanique con su brisa. El invierno la pone

triste y hay que abrigarla con cantos y violines.

»Ellos no te van a advertir que cada chapoteo de las

olas contra las rocas es el murmullo de un amor pendiente.

Si por esas cosas de la vida encontrás aquí una

pasión, no te la podrás llevar a tu país, se va a quedar

acá, sumando un golpe de agua más al torrente que se

desliza por el cauce. Pero animáte, aunque debas volver.

Este río suele dar una segunda oportunidad a las

enamoradas que quieren regresar.

»Por otra parte, tenés que ir a visitar la Plaza de Mayo

en un día claro, es un desenfreno de sol al mediodía,

está lleno de palomas. Podrás leer un poema en voz

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alta sentada en uno de los bancos verdes, o, si estás

dispuesta podrás bailar frente a la Pirámide, nadie se

va a asombrar. Podrás ver las paredes blancas del Cabildo,

pero no dejes que te lleven a conocer los oscuros

túneles subterráneos, nadie sabe con seguridad a dónde

lleva ese laberinto misterioso. Sin embargo, si te atrevés,

podrás escuchar las voces encerradas desde hace

dos siglos en las cavernas secretas, solo por la noche,

apoyando el oído a las paredes de los arcos encalados.

»Vas a ver un edificio bajo y largo de color rosado que

alguna vez fue el fuerte de defensa contra los soldados

invasores, aquellos que venían con los barcos a plantar

banderas. Pero eso fue hace mucho. Ahora, este río que

parece un mar —porque es todo extensión hasta llegar

al horizonte— no ofrece más peligro que el de cautivar

a las almas femeninas como la tuya.

Recuerdo, además, que aquel día también te aconsejé

que te llevaras un pedacito de amor en tu valija.

—Corré el riesgo —te dije—, vale la pena.

Acordáte. Te lo dije hace un año y no me diste bolilla.

Pero hoy, tomaste coraje y lo hiciste. Te vi entrar en el

salón de la milonga, entre la bruma roja, con un tenue

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rubor en tus mejillas, con la savia apurada pero discreta

fluyendo por tus venas.

Después de dibujar en la pista un par de tangos, te sentaste

en la barra a mojar los labios con un poco de alcohol,

para entonar tu osadía, paladeando el aroma ardiente

de un vino seco, dejando las dos marcas de carmín

en el borde de la copa, mientras esperabas el próximo

baile.

Estabas hermosa con ese vestido negro. Él te buscó

otra vez con la mirada mientras vos bajaste la vista y,

disimulando, te acomodaste un mechón de pelo despejando

la frente, queriendo seducirlo con la tersura de

tu rostro. Aunque no te lo dijo, él se sintió vanidoso

con tu presencia cuando vos le diste la segunda oportunidad.

Y luego, cuando sonaron los acordes incitando a las

parejas, él se inclinó apenas y vos le cediste el extremo

de tus dedos avanzando hacia el centro de la pista. Tu

brazo izquierdo ascendió a enlazarle suavemente el

cuello, segura de la conquista de tu perfume de mujer.

Apoyaste tu mejilla en la de él, ladeando levemente tu

cabeza en un gesto femenino. Tu mano derecha buscó

la suya, y él con la otra te sujetó firme, bien abajo, en

el borde inferior de tu espalda, donde la mujer siente la

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Raúl Ariel Victoriano

ternura de un abrazo. Y así te dejaste llevar, bosquejando

una figura rara en el piso, con tus talones apenas

levantados. Tal vez te hayas pensado descalza y con

las pestañas entornadas hayas soñado tu momento

eterno.

Y enlazados, de este modo, tus muslos con los suyos,

en un contacto voluptuoso, sellaron un acuerdo común

y sin palabras.

Quizás me hiciste caso y regresaste definitivamente,

afirmando la fatalidad de la lujuria obsesiva que despierta

la danza sensual de esta ciudad, en esta orilla, en

brazos de un hombre y en una milonga de San Telmo,

en Buenos Aires.

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Elegía para que me perdones por dejarte sola

Hasta aquí he venido con el alma en suspenso, a redimirme,

en este altar que tengo delante de mis ojos —

la Torre del Tiempo— para dejarte una lágrima por el

olvido en que te he puesto, por la falta de delicadeza

de besar la palma de tu mano ¡Hace tanto tiempo que

no lo hago!

Ya he dado las diez vueltas de rigor a este monumento

emplazado en el centro del Jardín de la ciudad y he hecho

tantas promesas que espero haber despertado del

aburrimiento a los dioses griegos de la Cinta Zodiacal,

que están aquí en lo alto, observando mis sospechosos

movimientos. Los puedo ver detrás del gran globo, esa

bóveda celeste suspendida al costado del reloj de sol,

murmurando entre ellos. Vaya a saber lo que dicen de

mí. Pero deberías creerme, he venido empujado por la

inmensa paciencia de tu amor. Durante todo este

tiempo en que no he reparado en vos, he padecido los

rigores del frío, del invierno del alma, lejos de tu calor.

Y he pensado mucho en la muerte durante las horas en

que me he apartado, casi sin verte.

Y también he recordado tus quehaceres, las labores

que te han mantenido en el ajetreo, con el desencanto

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Raúl Ariel Victoriano

desplegado haciendo frente a la tormenta de tus emociones,

tratando de curar tus heridas. Y todo lo has tenido

que afrontar sola: sin mi presencia para contener

tu llanto, tu respiración agitada por las noches, tus suspiros

en la oscuridad; con los ojos abiertos, sin poder

dormir con tu tranquilidad habitual.

He venido hasta aquí porque en estos días me he dado

cuenta de los oscuros vaticinios que no he sabido leer

en los astros y en estas avenidas arboladas. Ya hace

semanas que en Buenos Aires padecemos los sombríos

efectos que trae la lumbre escarlata sobre las copas de

los árboles. Sagitario está en la casa 7 y la influencia

pesada de Saturno se cierne sobre tu signo. Por fortuna

el gran Zeus, desde la cima del Monte Olimpo, domina

tu espacio y convoca a las tormentas y provee la lluvia

a los campos secos.

Yo he visto en sucesivas noches el ascenso de la luna

roja por detrás de los incontables nefelismos que, al

crepúsculo, deforman los contornos de los edificios.

Sin ir más lejos, ayer he visto al Paralítico en su silla

de ruedas, en una de las esquinas de la Plaza Houssay,

persiguiendo a las palomas. Ha intentado capturar a la

de iris color carmín sobornándola con migas de pan.

Ha clavado la vista en sus ojos circulares, en el centro

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de sus pupilas oscuras, pero no ha logrado cazarla, no

ha podido tirarla en el fondo de la bolsa que lleva colgada

del respaldo. Un mirlo ha tropezado seis veces —

maldito número— contra el tronco de una acacia intentando

vuelos imprecisos. Recién en el séptimo logró

cobijarse en el follaje del enorme nogal que está en el

centro del cantero, al lado de la parroquia. Esto te

puede dar idea de todos los enigmas que, en su momento,

no he advertido.

Y ha habido más señales en estas horas aciagas en que

te he apartado de mi pensamiento y he aislado tu figura

de mi recuerdo y he olvidado por momentos los detalles

de tu cara. Tal vez, la mayor de ellas, haya sido el

insomnio que he padecido durante las tres noches de

desvelo y la vigilia de los tres días interminables. Los

astros han querido silenciarme para separar nuestras

voces.

Y por eso he venido por ayuda porque solo no puedo,

mis fuerzas han sido mermadas, el ave infernal me sobrevuela,

me empuja hacia la insania. La desidia y el

miedo se han apoderado de mi mente y no me abandonan,

no puedo espantarlos, necesito de tus poderes, aún

diezmados. He venido hasta aquí con mis venas intactas,

plenas de almíbar a pesar de todo, para verter si es

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necesario el jugo de la vida sobre tu piel blanca. Conservo

aún besos encarcelados, un abrazo desnudo de

dolor, y, además, la ofrenda de mi arrepentimiento que

con su color marrón me tiñe por dentro, dormido alrededor

de tu recuerdo celestial.

Todo he intentado para llegar hasta tu sitio, pero se ha

dañado mi memoria, no encuentro el sendero que me

lleve hasta tus brazos, he pedido, he rogado, he hecho

todos los intentos necesarios para llegar a tu puerta mágica,

he explorado todas las calles de Palermo, he buscado

el resquicio secreto, pero no ha sido suficiente

con la fuerza de mi deseo. Me he chocado con todos

los cristales, como un murciélago sin juicio, como una

mariposa extraviada tratando de alcanzar su norte en

una tarde de verano tórrido.

Te pido perdón por olvidar decirte lo mucho que te

quiero, por no haber endulzado tu oído con palabras

apropiadas. Seguramente merezco este castigo pero te

pido que suspendas tu silencio y vengas en mi auxilio,

a buscarme al pie de la Torre del Tiempo. Estoy desolado,

necesito el refugio de tu nido, tu espacio escaso,

espero tu abrigo ante esta tormenta de locura que

me acosa, me hace temblar los dedos, y me anula el

ánimo. Si pudieras aliviar mi dolor, mi mente podría

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descansar. Necesito tu sosiego de siglos, estoy pisando

el borde difuso de la locura, preciso que me guíes por

este camino que se desbarranca inevitablemente. Solo

tu presencia, al pie de esta columna, con mi mano entre

las tuyas, podrá espantar la maldición del inmenso dolor

que padezco.

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Después del temblor

Estoy sentado. El lápiz de punta aguda está vertical. Es

una jeringa que se hinca en el papel, y yo, volando con

mis razones moribundas por no sé qué firmamentos,

estoy con la cabeza tumbada sobre la mesa. Apesadumbrado.

Tengo el índice de mi mano derecha con la yema apoyada

sobre el otro extremo del prisma largo de madera

pintada de verde. Esbelto como un suspiro.

Quiero captar tu figura entre las tantas, bonitas, hermosas,

que danzan entre mis sienes. Pero me es esquiva.

Aún es solo un óvalo inclinado transparente, no

aparece tu sonrisa todavía. Los deseos de mi corazón

moran entre los huecos del ala de una gaviota. Intentaré,

si es posible, pensar en que no son los dolores del

mundo que te sostienen, ausente, entre las nubes, flotando

sobre el mar. Te extraño.

Ahora imagino tu timidez agazapada más allá de las

sombras de las rejas de mi cárcel. Son tantos y tan

gruesos los barrotes. No me dejan escapar de mi tormento.

Este recinto en penumbras, mi alma, ha que-

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dado aislado, atrapado en la oscuridad de mi desesperanza.

¿Qué me ha pasado? Estoy en el fondo del túnel

de mis pensamientos más sombríos.

Y pienso que vos debés estar alegre esperando afuera.

Los rayos del sol iluminan tu rostro, el aire hace ondear

tu vestido. Yo, en cambio, muerdo un dolor, espero no

te hiera, viene de las profundidades del océano y es

apenas una brisa que acaricia tus cabellos oscuros, supongo

que no alterará las cosas manteniendo a salvo tu

alborozo.

Yo he percibido el temblor, tengo miedo y eso me paraliza

el juicio.

El lápiz ha rodado hasta el borde de la hoja. Acaricio

la superficie blanquecina del papel antes de derramar

en él la amargura que me atraviesa. Escribiré rápido

con letras garrapateadas, sin corregir. Así no me atormentaré.

Ahora tu sustancia viene de la sal y puedo escuchar tu

voz serena. Pienso que va a ser diferente. Aunque esté,

todavía, aquí recluido, en la humedad de mi celda propia,

por lo menos ya me he incorporado, solo con suponer

la gratitud de tu presencia. Quiero oír un poco

más. Tu canción llega desde muy lejos.

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Si tu sabiduría viene en mi ayuda seguiré las órdenes

de tu astro inasible. Estás tan alta, se me hace difícil

verte entre aquellas transparencias. Te pido que la proximidad

de tu ternura disimule mi encierro. Quizás

pueda librarme del sitio en que me encuentro hacinado,

como un prisionero, en el vientre de la nave que atraviesa

las aguas de este Aqueronte.

Por ahora tu sonrisa es inalcanzable pero pronto te podré

tocar y tu calor hará bien a mis huesos congelados.

Se equivoca quien piensa que las estrellas son de hielo.

Aunque el piélago oscuro donde flotan tímidas esté

frío sé que tienen un núcleo duro de luz ardiendo en

soles de furia y yo sospecho que estarás al lado de

aquella pequeña de la cual sale un resplandor mortecino.

Por favor, no te alejes tanto, quiero recibir tu aliento,

necesito salir de este encierro inhumano. Me lo he impuesto

yo, pero ya no lo soporto. El tremendo estampido

lo ha movido todo y el horror ha dejado su mensaje.

Es suficiente con acercarme a la nitidez de tus contornos

para cruzar por tu cuerpo de pez de aguas profundas.

Es grato ver como se confunde la sustancia en el

líquido conformando medusas sin escamas, esqueletos

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diáfanos de grandes aletas, fractales de plantas marinas

con escarcha brillante en los extremos de las hojas.

Esa es la claridad que anhelo y no esta oscuridad brutal.

Preciso que se desvanezca esta montaña de angustia

en la cual estoy atrapado desde que vi al monstruo

llegar volando: esa bomba poderosa. Mi ánimo ha percibido

que todo ha temblado bajo la señal. Cayó desde

lo alto y ha derrumbado todo. Solo con tu ayuda saldremos

de este infierno atroz, de este padecimiento,

del odio que se anuncia como futuro inevitable.

Mujer encantadora, dulce, tierna, deberías continuar

hablando. Es preciso que todo el pesar se disipe y las

sombras del mal se alejen espantadas a otro sitio. No

puedo vivir así, me hace falta esperanza. Deberías estar

aquí y hacer lo de siempre: levantarte, ir a la playa,

disponer alimentos y bebidas. Con tu sonrisa nos esperaría

el mejor desayuno y un nuevo día para abrir el

cielo de ilusiones. Con tu amor por los detalles lo harías

bien, sin detenerte ni un instante, acomodando la

vajilla de la mesa celeste en el lugar correcto.

El estruendo ha pasado, me ha dejado mudo en el

fondo de este laberinto cavado en medio del desierto.

Por fin, después del triste suceso, nos vamos a ver. El

aire sin pólvora, las olas, tu optimismo puro, estarán

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despejando el llanto, los muertos, el luto padecido. Ya

vas a ver, el miedo ha caído desde arriba y, con el

tiempo, se escurrirá en las páginas de los libros de historia.

El humo se disipará en hebras y ahí habrá terminado

todo.

Los nuevos tiempos serán diferentes. Oiremos en el

viento un soplo de confianza. Ya no escucharemos el

trote de los caballos, ni los golpes de los cascos sobre

el empedrado, ni los gritos de terror. No veremos huir

a ninguna muchedumbre despavorida. Apartaremos la

vista, si vemos al engendro que cuida la entrada con el

sombrero negro hundido hasta los hombros, porque

será un engaño, una alucinación.

Pensaremos en nada, solos vos y yo, hasta que se caigan

todas las armas y las máquinas bélicas. No nos

preocupemos si quedan filos o espinas, o tubos que escupen

fuego, nos esconderemos en los campanarios,

nos ocultaremos al paso de los uniformes. Sentados,

trataremos de mirar el tránsito del agua fresca del río.

Dejarán de pasar las sombras de los fusiles desfilando

al compás de los tacos de las botas. No habrá más daño.

Cuando todo haya pasado, después del horror, la alegría

nos invadirá el alma, y volveremos a las caricias

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con nuestros dedos sanos, escondiendo los brazos vendados,

las heridas cerradas por los hilos de los cirujanos.

Tal vez podremos ver jugar a los niños, después

del pánico, cuando se acaben los brindis de los hombres

de acero con sus vasos de miedo y sus vinos de

sangre.

Luego, yo te prometo, que una mano mía te rodeará la

cintura con firmeza y te llenaré la espalda de abrazos.

Tu risa rodará por los confines de la tierra sin fronteras.

Habrá alboroto en los nidos del follaje cuando me mire

en tus ojos, ya se habrán ido los mensajeros, los heraldos

negros anunciadores de muerte. Las espadas y las

barras de las rejas de las prisiones callarán sus chirridos

oxidados. A lo lejos podremos escuchar gritos de

felicidad subiendo por la ladera del cerro hasta la cima,

a ensordecer al viento.

Los gusanos del mal que han venido a perturbar la

vida, desaparecerán. Nadie se quedará encerrado en

cavernas subterráneas. Como yo, ninguno permanecerá

dormido cuando salga del agujero. La brisa helada

dará el adiós a los pájaros muertos y volarán aves blancas

en el aire cálido.

Ya no habrá cascos ni despeñaderos. Los árboles escarchados

y los edificios derruidos darán testimonio de

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la brutal pesadilla. El resabio de los fuegos pendientes

va a iluminar el cielo como un pábilo que se extingue.

La lumbre se retirará a las sombras para siempre. Solo

tendremos el brillo rutilante del sol del mediodía. Los

instrumentos saldrán de sus fundas, habrá cantos, tambores,

la música, incapaz de lastimar, nos envolverá

con su movimiento. La tela de tu vestido te acariciará

la piel después de tanta pena.

Quisiera que me digas que ambos vemos lo mismo en

el futuro: una fuente de agua fresca, un bebé entre los

brazos de su madre; y, aunque el trueno anide aún en

el recuerdo, la paz infinita de la luna rodando en la profundidad

celeste; la noche velando por el sueño tranquilo

de los pastores nómades; la calma llegando a tu

voz y haciéndose sonido en tus palabras y brillando en

tu sonrisa atrayendo el tiempo bueno a nuestra cuna.

Si los dos sentimos algo parecido me siento libre. Entonces,

tomo el lápiz entre mis dedos, las cosas se ordenan

en mi cerebro y comienzo a escribir sin que me

tiemble el pulso. Mi corazón se está calentando y dentro

de poco empezaré a escuchar sus latidos con más

fuerza.

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Las afortunadas

Para Isabel Caballero

Las Afortunadas, así las llamaban.

Este nombre amplio, acuñado por Plinio el Viejo,

viene a cuento porque hay una niña que vive en una

casa, situada en el África Occidental muy cerca de la

costa de arenas ondulantes, la cual se yergue apuntando

la torre de cúpula abovedada hacia lo alto, no

lejos del borde casi infinito del continente que se contonea,

mojando la cadera, en las aguas frescas del

océano.

Frente a estas costas se agrupan las Islas Canarias, las

más arriba aludidas, quienes son acariciadas por los

vientos calientes que soplan por encima de las dunas

del color del oro.

La niña sueña, interrumpiendo la tarea del colegio. Sobre

todo, se dispersa cuando debe enfrentar, como

ahora, a estos complicados y odiosos cálculos matemáticos,

sentada en el patio de su casa, bajo la esterilla de

mimbre de sombra protectora, con el lápiz en la boca,

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apoyando el codo sobre la mesa y la cabeza sobre la

palma abierta de la mano.

La niña tiene los rulos anudados en un par de trenzas

largas, y aunque aún no lo sabe, algún día llegará, ya

con mayoría de edad, a establecerse en la Gran Canaria,

uno de esos lunares de formas diversas, puestos en

medio del mar por mandato de la suerte, que, miradas

desde algún paraje colgado de la luna, dan la sensación

de ser barcas diminutas navegando, como motas esparcidas,

solitarias en la vastedad de las aguas de color

esmeralda, compartiendo el siroco y el inmenso cielo

candente del Sahara.

En este día espléndido, delante de los cuadernos escolares,

ella imagina, dejando volar sus fantasías, un diálogo

de fábula con una gárgola, un genio y un hada

madrina.

El ensueño lo ha provocado una melodía exquisita,

como si hubiese llegado a sus oídos desde el silencio

del desierto, pero que en realidad viene del callejón del

mercado de pulgas. La tonada aguda fluye de la flauta

del ciego, quien la toca como besando las notas, agazapado,

ensimismado en la armonía de sus pensamientos.

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En este mismo momento, por esas coincidencias del

destino, en los suburbios de Buenos Aires, muy lejos

de la feria de baratijas, al otro lado del mundo y en el

otro hemisferio, en la desembocadura de un inmenso

río, cuyas aguas llegan al mar, abrazando al océano interminable,

otro flautista, de nombre Ziur, toca exactamente

la misma música con la siringa. Es el afilador

ambulante de cuchillos que pasa a menudo por aquí

vendiendo sus servicios, y empuja su carro de una sola

rueda, alegrando el día con el sonido de su pequeño

instrumento musical.

La niña no lo sabe, ni tampoco hubiese sido capaz de

imaginar que, en este barrio de viviendas pobres y esparcidas

por la llanura marrón con manchas de hierba

verde, también hay un niño soñando, tirado en el piso

de la alfombra despeluchada de su vivienda humilde,

con un libro de geografía en la mano, y que en este

mismo momento se ha disipado, pensando en duendes,

lámparas maravillosas y alfombras voladoras.

Debe haber sido la conjunción, la concurrencia de dos

ingenios infantiles en la nube de las ensoñaciones, y de

dos flautistas que enlazan sus mágicas melodías, como

si un par de estrellas fugaces cruzaran sus trayectorias

en la bóveda celeste, lo que produjo el milagro.

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Es por eso que la Tierra ha dejado de girar sobre su eje

oxidado, suspendiendo el baile de equilibrios de todos

los astros del firmamento. Y también los mares han detenido

la reverberación de sus olas, las aves han sido

congeladas en su vuelo, con sus imágenes quietas, las

alas desplegadas de las pardelas por allí y la de las gaviotas

por acá.

Todo lo que se movía se ha paralizado, ningún suspiro

agita las hojas de los sicomoros, los trenes han quedado

quietos sobre los rieles brillantes, apoyados sobre

los durmientes de quebracho. Y por lo tanto no habrá

que pensar en otras mañanas, ya hemos llegado al fin

de los acontecimientos, no se sucederán más los días a

las noches y se habrán acabado los despertares.

Pero ambos niños han seguido soñando. Es decir, algo

que acontecía no se ha detenido, los pensamientos de

ella y él han seguido trabajando con la certeza de la

eternidad que tienen las almas cándidas.

Entonces, el niño toma un Atlas y lo despliega sobre el

piso. Busca con el dedo un lugar incierto en la parte

azul y ve las tímidas manchas de “Las afortunadas”. Se

acerca para distinguir mejor, advierte las islas minús-

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culas como migas de pan y pone la yema de su insignificante

índice sobre la que está más al sur y más al

medio, la de forma redonda.

Ni bien hace eso el milagro termina y sobrevienen varias

cosas que nadie advertirá jamás. La Tierra y los

planetas despiertan y avanzan en su movimiento como

si nada hubiese pasado, y todo lo que se había detenido

renueva su interrumpido movimiento.

Ha sido como si a la fascinación de la niña alguien la

hubiese encerrado en una burbuja de tiempo inaccesible

para el universo y todos sus habitantes. En estos

breves instantes los niños han comulgado sus dos

inocencias. Y dentro de la ampolla mágica se ha fisurado

la continuidad del infinito de los relojes, y dentro

de esa hendija, han quedado, además, la dulce canción

de la flauta del ciego y la música de la armónica de

Ziur, componiendo la misma sinfonía.

Todo esto ha concluido en el preciso instante en el cual

la imaginación de la niña ha terminado su ensoñación,

justo cuando desaparece el hada mentirosa con su varita

de plomo de hacer ¡flops!

Ha pasado el tiempo. En las Islas Canarias, en el islote

redondo, habita en su casa blanca la mujer que, siendo

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niña, soñaba con tener los cabellos rubios como el sol,

del color miel que toma el astro, todavía ardiente, antes

de caer muerto, desangrado en el bermellón del crepúsculo.

Y se sienta al anochecer a tejer historias, meditando,

con el lápiz en la boca, antes de que la punta

de grafito comience a raspar las hojas de su libreta. Y

sus cuentos se disipan en la oscuridad del aire, danzan

alrededor del Faro de la Isleta, y ascienden como un

perfume desvaneciéndose en todas direcciones.

Y aquí, en Buenos Aires, el hombre que, siendo niño,

soñaba con viajes y geografías, en las mismas noches,

desvelado por la melancolía de esta ciudad, se acerca

a la orilla del río y apoyado en la balaustrada de la Costanera,

escucha el arrullo de la corriente de agua deslizándose

en las sombras, y aspira profundamente el perfume

que trae la brisa desde aquel sitio insular, muy

lejano, para leer en la piel del viento sereno, los relatos

de genios, gárgolas y hadas madrinas, que le ofrece la

atmósfera quieta, bajo el cielo estrellado que descansa

por encima de sus párpados.

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Cortinas de seda en la nieve

para Meg Prescott

Si te digo que, de perfil, tus labios no parecen delgados,

no estoy seguro de que me creas, a pesar de que

mi memoria confía en haberte visto de ese modo. Este

rasgo, aunque te podría pintar como una mujer de corazón

frío, lo contradice.

Tu frente es despejada, tus ojos claros, no sabría decir

si grises o castaños, pero, en todo caso, muy claros.

Cuando sonreís no hay traza de línea alguna que se dibuje

sobre tus mejillas lisas. Las imagino tan suaves

como las laderas de los médanos donde la arena se escurre

en figuras sedosas cuando cae la tarde.

Pero, por dentro, te pienso como una herida abierta,

expuesta todo el tiempo, tal como lo están las hojas,

bajo la tenue presión de los delgados dedos del viento.

Debo entonces transitar por esta zona con cuidado, por

sus bordes indefinidos, para no causarte dolor. No más

del que ya está dentro y no cede y no te abandona sino

peor aún, regresa insistente a derrumbarte, o, a provo-

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car disturbios en tus manos delgadas emulando el aleteo

de colibríes extraviados para quitarle el poder a tu

poesía.

Y, aun así, tu brasa no se apaga. Debajo de las cenizas

claras de tu corazón ardiente hay un monumento de

amor a la espera de ser descubierto. No lo decís vos, es

mi imaginación la que habla y esboza esta semblanza.

Quiero acceder a la orilla de tus pensamientos en medio

de la bruma de tu pena inmensa, y es allí, donde se

desvanece cualquier intento de precisión o de certeza

de mi parte.

Pero no es mi intención mentirte, es el propósito de saber

que sucede más allá de tus escritos. Es, de algún

modo, el deseo de penetrar a través de las gigantescas

capas de hielo donde se ha escondido tu corazón, quien

con sus latidos agitados palpita con ira y rasga fisuras

sutiles en la prosa o en los versos más sugerentes, esquivos,

extraordinarios.

Puedo intuir la voracidad del sufrimiento detrás de las

frases que estallan como relámpagos iluminando el

cielo de los párrafos, quebrando ramas secas, o, a veces,

surgiendo como brotes entre las grietas de las piedras

de granito de tu pueblo tan lejano.

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Quiero también adivinar cuál es tu paraíso, por-que debes

tener uno, aunque sea pequeño, en donde se alojan

los recuerdos más preciosos, las joyas que enmarcaron

los mejores días, los instrumentos de ayuda para soportar

el martirio de un suplicio recurrente que te sorprende

de un momento a otro con el indomable temblor.

Quiero verte brillar en tu mejor baile, vestida con tus

mejores ropas, en compañía del abrazo cálido de la

música. Anhelo sentirte disfrutar ese momento único

en el cual nadie distraiga tus ganas de ser feliz, cuando

nada rompa la magia del instante y éste se estire como

una cuerda recta, tensa. Una recta que nazca cuando

tus manos comiencen a acatar tus designios, posando

las yemas de tus dedos en el sitio exacto sin provocarte

fatiga. Y continúe, y se extienda luego en el tiempo,

interminable, hasta que te sientas satisfecha de tanta

dicha acumulada, ebria casi de tanto placer bebido.

No deseo padecer la congoja al observarte desplegar

tus cortinas de seda en la nieve, desnuda, expuesta al

frío, soportando el tormento, liberan-do los colores del

mármol, y con alguna frecuencia verlos salir por fuera

de tu cuerpo, destilando la tristeza amarga que te persigue

y desgarra. Porque a pesar de todo el tránsito de

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cada furia, tu alma indómita es capaz de armar una torre

de babel en este mundo hostil, desde tu aislado universo

plagado de estrellas de escarcha.

En el fondo, tu ángel se cae y se levanta en infinitas

ocasiones, blanco como las plumas íntimas de las aves.

Y de vez en cuando sale a merodear por los senderos

de los bosques cercanos, buscando hojas marchitas,

manchas en los troncos de los árboles para descifrar un

acertijo, tal vez buscando la explicación de tus pesares

en esas señales de la naturaleza.

Me pregunto qué podría hacer yo para redondear las

puntas de las espinas que se hincan en algún sitio de

tus ríos interiores y desatan el maltrato de tus tormentas.

Cuando eso ocurre tu voz se pierde, tus dedos no esparcen

las esquirlas de esos poemas grises de pieles felinas,

todo enmudece, no quedan vestigios de las leves

pisadas, y espero, paciente, que surjas, como un nuevo

amanecer, del lado derecho, con tu voz débil, a dejar

una gota de vida latente, como si no hubiese pasado

nada, con la tela de la seda impecable, sin ningún rasguño,

para desplegarla en la nieve, tantas veces como

sea necesario.

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Hojas de invierno

Me he desvelado y no puedo dormir, por eso decidí levantarme.

El reloj del dormitorio marca las cuatro. A

través de la ventana veo los focos de la calle como lunares

luminosos, dispuestos en hileras geométricas que

se pierden en el infinito abisal de la oscuridad de la

noche.

Una vez que estoy en la ducha, y ni bien comienza a

correr el agua, advierto que tengo la ropa interior

puesta. No quiero corregir la tontería que he hecho. Es

que, sabes, me es imposible pensar en dos cosas al

mismo tiempo. Hay más de una idea dando vueltas por

mi cabeza. Las locuras de los sueños me han dejado

residuos misteriosos.

Me visto y me pongo el abrigo, tomo un cuadernillo de

papeles en blanco, lo coloco dentro de la mochila. Cierro

por fuera la puerta de calle. Salgo decidido a derramar

la niebla de imágenes de mi ingenio sobre la lámina

virgen. Lo voy a hacer en el bar de la otra cuadra,

en la penumbra acogedora de la mesa de café.

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Raúl Ariel Victoriano

Una vez en la vereda me anudo la bufanda, bajo la cabeza

y, como una sombra encorvada, opaca en la tiniebla,

cavilo, marchando por el trecho más breve, rumiando

las sugerencias que le daré a mi brazo.

Vine caminando y me he sentado en el bar Palermo.

Comienzo a trazar un dibujo de líneas delgadas sobre

la cartulina. Las curvas se van diseñando casi solas, los

dedos dejan correr el extremo agudo delineando formas

rebuscadas, algo así como flores. Después imagino

las infinitas posibilidades de la gama de la paleta.

La primera podría ser roja, la siguiente blanca y la tercera

color té. Esta última, me parece, sería la más adecuada

al pigmento de tu rostro.

Mi imaginación las tiñe con lápices de puntas cremosas.

Siento en la piel de mi mano la aspereza de la hoja.

Me invento la ocasión de rasgar un pergamino rugoso.

Trato de lograr los diferentes tonos apretando más o

menos el pulgar, hincando el espacio en donde va creciendo

la figura.

En esta noche helada y silenciosa me asalta la orfandad

de tu cariño, la ausencia de tu abrazo cálido, porque tu

cuerpo está lejos, envuelto en las volutas de tu sueño.

Desde aquí no oigo el canto almendrado de tus palabras

diciéndome te quiero.

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Deseo olvidar la pesadilla, los arañazos del ripio escabroso

que se coló en mi cerebro y me trajo a la vigilia.

He venido con el alma cohibida para huir de los temores,

simplemente anhelo hacerte un dibujo, solo tengo

la intención de alegrarte la mañana con la humilde habilidad

del arte que practico, al que algunos llaman talento.

Soy artista plástico.

Medito en la tranquilidad del local casi vacío. Dejo a

mi mirada abandonarse entre paredes y espejos, libradas

las pupilas a los caminos rectos de los rayos impalpables,

saetas intangibles atravesando sillas, curvas de

cortinas combadas, transparencias, vanos aromas a tabaco

y sutiles perfumes femeninos. Pero todo el

tiempo pensando en tu exquisita ternura, esa emoción

tan difícil de ilustrar con el rústico pincel del amante

apasionado.

¿Y qué color asignarle, entonces, a tanto cariño cobijado,

puesto todo él en los pétalos todavía desnudos,

que tengo ante mis ojos? Hasta ahora permanecen pálidos,

como artistas sin maquillaje. Qué bonito sería teñirlos

con los tonos de aquella nube difusa, estirada sobre

un fondo amarillo pálido, colgada de la parte baja

del cielo. Este nuevo día aún no se enciende con todo

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su esplendor, se ha quedado congelado por las agujas

débiles del sol frío, al comienzo de este crudo invierno.

Me distraigo y leo de costado el titular del diario abandonado

sobre la mesa de al lado. Nadie ocupa los

asientos, ya se han ido quienes estaban, hay servilletas

arrugadas y platos vacíos. Giro el periódico. Un tal Lucas

falleció ayer en el Neuropático de Rosario, tenía 19

años. El chico estaba bajo tutela estatal, la Dirección

Provincial de Niñez, Adolescencia y Familia. La carátula

será, seguramente, muerte dudosa. Siento un golpe

que me empaña el ánimo.

El pibe consumía droga, hubo falta de contención,

llegó al sanatorio golpeado, venía de la calle, aterido,

pasó toda la noche en la cama blanca del hospital, tal

vez llegó a percibir la caricia de la mano afectiva de

alguna enfermera. Hoy lo encontraron duro, como una

barra de hielo, y lo llevaron a la morgue. Dejó una nota

escrita en un papel arrugado. Murió sin llegar a ver la

flamante estación invernal de su fugaz existencia.

Un lamento interior me abre un tajo inevitable en el

alma, las manos se me enfrían, siento una capa de trocitos

de vidrio adentro de los zapatos. Por un momento

estoy increíblemente alejado de mi dibujo. Pienso en

los huesos de Lucas, buscando descanso en algún lugar

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Páginas barrocas

del cielo. Me froto las manos, incómodo. Alejo la vista

del diario y sigo con mi tarea. Pido un cortado, intento

olvidar la noticia.

Vuelvo a la imagen de tu rostro dormido entre los pliegues

de la almohada. Apartaría cualquier mácula que

medre en este elíseo. Te sospecho abrigada en el sueño

profundo, con fuegos fatuos bajo tus párpados cerrados,

al abrigo de las brumas oníricas, expandiendo perfumes

en los pulmones de la oscuridad.

Imagino tu respiración pausada, en las sombras, agitando

levemente el aire, moviendo ramas de araucarias,

o derribando piñas al pie de los abetos, abarcando

todo el ámbito con tu fragancia a bosques dormidos en

las laderas de las montañas.

No es solo un simple dibujo. Hay líneas agrupadas en

el papel, y, además, hay emociones. Por supuesto, podrás

entender el significado cuando lo veas, escondido

en la disposición del conjunto, y, afinando la percepción,

podrás oír una melodía, porque he colocado, detrás

de la imagen, algunos sonidos articulados en la

niebla de mis reflexiones.

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Sobre Lucas dirán muchas cosas: graves problemas, la

semana de su muerte cargada de conflictos, varias huidas

de la institución. Tal vez se sepa su negativa a ser

atendido. Quizás no mencionen que en el Neuropático

lo medicaban de más, cuando padecía sus crisis, para

que no molestara. De todas maneras, la Fiscalía no

dará mucha información sobre el caso, por el contrario,

tal vez muy poca.

Pero, ¿por qué pienso en ese pibe? Si ya estaba perdido,

pobrecito, ¿yo qué tengo que ver con él? Como

si me molestara, trato de espantar el pensamiento con

fastidio y sigo dibujando.

Escucho sonidos. Levanto la cabeza y miro hacia

afuera. Son golpeteos de tacos de mujer. Martillan el

piso de la vereda, afuera del bar, y se replican en ecos,

en la calle, contra las paredes congeladas. Los árboles

aún están dormidos, tiemblan las sombras bajo la hilera

esmerada de los fresnos.

Los plátanos tienen las ramas peladas. Se elevan como

un sistema de arterias buscando las alturas. Le dan

paso a la luz y lloran la caída de las hojas marchitas

que crujen con las primeras pisadas furtivas de los

transeúntes.

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Y los tímidos sollozos liberan, además, un arrullo

acongojado que se va a ir perdiendo con el avance del

ajetreo de la mañana. La noche irá abandonando su

condición virginal ni bien caigan las espadas de los rayos

de la claridad matutina.

No entiendo por qué imagino que caen lágrimas de los

plátanos sino saben lo que pasó en Rosario. Termino

el café y pido otro, porque el dibujo no está terminado.

Acerco la vista al papel, quiero conseguir más precisión

en los contornos.

Con el extremo más agudo del lápiz negro, despacio,

comienzo a retocar las espinas agudas de las rosas, en

los tallos verdes de las flores que he dibujado. Siento

que no podré lograr las puntas filosas que me lesionan

por dentro como insignificantes puñales, o como alfileres

que hienden el músculo, sacando la gota de sangre,

roja, oscura, casi granate, que refleja los dolores

del mundo, como el de Lucas, un rasguño que se esconde,

inevitable, en un extremo de mi memoria.

Tomo el último sorbo del pocillo, guardo todas las cosas

que traje, y me levanto para emprender el regreso.

Salgo y me golpea la bocanada helada de la brisa. Se

me alborotan muchos pensamientos dispersos, parecen

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una bandada de aves, sumergiendo las alas en las fuentes

de los jardines, rompiendo las delgadas capas de

escarcha, despertando de la modorra a los estanques.

Y se mezclan, confusos, con el nombre del chico ingresado

al sanatorio que se ha quedado dormido para

siempre.

Camino de regreso. Solo pienso en encontrarte y compartir

el desayuno contigo. Cuando abro la puerta veo

la luz encendida del dormitorio. Estás levantada,

quiero sorprenderte. Dejo la mochila sobre la silla. Me

quito el abrigo. Saco la hoja ilustrada y la observo una

vez más. Le puse la inicial de tu nombre bien grande.

Esbozo una sonrisa y apoyo la cartulina sobre la mesa

ratona.

Ya no quisiera pensar más en Lucas, pero me cuesta

descartar, así nomás, ese recuerdo que me arde por

dentro.

Voy a colocar el mantel, traeré las tostadas, las tazas,

el mate. Esperaré a que te des una ducha y cuando estemos

sentados, te entregaré el dibujo que te hice.

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Páginas barrocas

Raúl Ariel Victoriano Nació en la ciudad de Lanús,

provincia de Buenos Aires, Argentina.

Ha obtenido diversos premios en concursos literarios

y algunos de sus trabajos han sido incluidos en antologías

y revistas de distintos países de habla hispana.

Ha publicado los libros El sonido de la tristeza

(2017), Páginas barrocas (2018), Escarcha (2018),

Cielo Rojo (2019), La rotación de las cosas (2020) y

Azul profundo (2021).

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«Te llevarán a ver el río, de todos modos, porque Buenos

Aires es una dama recostada en la costa y hay que verla al

levantarse y a la hora de dormir. El verano la enloquece y

con silbidos llama al viento por la noche para que la abanique

con su brisa. El invierno la pone triste y hay que abrigarla

con cantos y violines».

En la selección de los textos de esta antología se percibe la

aparición de un hilo conductor que los une, alrededor del cual

se hacen presentes las máximas fuerzas expresivas de los sentimientos.

En estos relatos el recurso lírico de las formas literarias busca

el límite de las posibilidades de contar de esta manera, tratando

de llegar a las emociones más valiosas de quienes se

dejan llevar por los vaivenes de la lectura.

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