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12. La bruja de Portobello

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arrastramos con nosotros a las personas

queridas. En este caso, yo estaba a punto

de destruir no sólo mi existencia, sino

también la de Athena y a Viorel.

En aquel momento, me repetí una vez

más a mí mismo que yo era un hombre, y

no el niño que había nacido en una cuna

de oro, y debía afrontar con dignidad

todos los desafíos que se me

presentaran. Me fui a casa, Athena ya

estaba durmiendo con el bebé en brazos.

Me di un baño, salí otra vez para tirar la

ropa a la papelera de la calle, y me

acosté, extrañamente sobrio.

Al día siguiente, le dije que quería

el divorcio. Ella preguntó por qué.

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