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pleno vuelo, esquivando las incesantes embestidas de seres amorfos,

esqueletos, serpientes, momias, minotauros y, sí, ninjas. Cada enemigo al

que derrotaba soltaba un montón de «monedas zenny» que posteriormente

podía usar para comprarme capas de armadura, armas y pociones de alguno

de los sabios repartidos en cada nivel. (Aquellos «sabios», al parecer, creían

que montar una tienda en medio de una mazmorra infestada de monstruos

era una idea genial.)

Allí no había tiempos muertos, ni ningún modo de poner el juego en

«pause». Aunque franquearas una puerta, ya no podías parar y salir del

juego. El sistema no lo permitía. Aunque te quitaras el visor, seguías

conectado. La única manera de salir era franquear la puerta. O morir.

Logré superar los ocho niveles del juego en menos de tres horas. Cuando

estuve más cerca de la muerte fue durante mi batalla con el último enemigo,

el Dragón Negro que, cómo no, era idéntico a la bestia representada en el

cuadro del estudio de Anorak. Yo ya había usado todas mis vidas extra y mi

marcador estaba casi a cero, pero logré seguir moviéndome y no entrar en

contacto con el fiero aliento del dragón mientras, lentamente, le iba quitando

vidas gracias a mi puntería con las dagas. Al asestarle el golpe final, el

dragón se desplomó y se convirtió en polvo digital delante de mí.

Solté un largo suspiro de alivio.

Y entonces, sin transición, volví a encontrarme en la sala de juegos de la

bolera, de pie frente a la máquina de Black Tiger. Frente a mí, en la pantalla,

mi bárbaro armado estaba en una pose heroica. Debajo figuraba el siguiente

texto:

HAS DEVUELTO LA PAZ Y LA PROSPERIDAD A NUESTRA

NACIÓN.

¡GRACIAS, TIGRE NEGRO!

¡ENHORABUENA POR TU FUERZA Y TU SABIDURÍA!

Y entonces sucedió algo extraño, algo que no ocurría cuando vencía en el

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