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«El unicornio», susurré.

Apenas hube pronunciado la palabra «unicornio», el papel empezó a

doblarse solo allí mismo, en la palma de mi mano. Primero se plegó por la

mitad, en diagonal, hasta formar un triángulo de plata. Siguió doblándose,

formando triángulos de menor tamaño, diamantes cada vez más pequeños,

hasta adoptar, finalmente, una figura de cuatro patas de la que, después,

sobresalieron una cola, una cabeza y, por último, un cuerno.

El envoltorio se había plegado solo y se había convertido en un unicornio

de papiroflexia. Una de las imágenes más representativas de Blade Runner.

Ya estaba en el ascensor y le gritaba a Max que preparara la Vonnegut

para el despegue.

«El examen aprueba y prosigue la prueba.»

Sabía a qué «examen» se refería aquella frase y dónde debía desplazarme

para someterme a él. El unicornio de origami me lo había revelado.

Blade Runner aparecía mencionado nada menos que catorce veces en el

Almanaque de Anorak. Era una de sus diez películas preferidas de todos los

tiempos. Y se trataba de la adaptación de una novela de Philip K. Dick, uno

de los autores favoritos de Halliday. Razón por la cual yo la había visto unas

cincuenta veces y había memorizado los fotogramas y diálogos.

Mientras la Vonnegut cruzaba el espacio, subí la versión íntegra de la

película al visualizador y busqué dos escenas concretas.

Estrenada en 1982, situaba la acción en Los Ángeles en 2019, en un

futuro superpoblado e hipertecnológico que no había llegado nunca a hacerse

realidad. Cuenta la historia de un hombre, Rick Deckard, interpretado por

Harrison Ford, que trabaja como «blade runner», policía especial que se

encarga de perseguir y matar a réplicas, seres manipulados genéticamente

que apenas se distinguen de los humanos auténticos. De hecho, las réplicas

actúan como los seres humanos y se parecen a ellos hasta tal punto que el

único modo que tienen los blade runner de distinguirlos es recurrir a un

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