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lo necesitaba, aunque en su casa me costaba conciliar el sueño, por culpa de

la gran cantidad de gatos que tenía. La señora G. era muy religiosa y se

pasaba la mayor parte del tiempo sentada en la congregación de alguna de

aquellas megaiglesias online de Oasis, cantando himnos, escuchando

sermones y participando en viajes virtuales a Tierra Santa. Yo reparaba su

antigua consola Oasis cada vez que se le estropeaba y ella, a cambio,

respondía a mi retahíla interminable de preguntas sobre lo que había

supuesto para ella ser joven en los ochenta. Conocía muchísimas

curiosidades sobre la década, cosas que no figuraban en los libros ni en las

películas. Además, siempre rezaba por mí. Se esforzaba todo lo que podía

por salvar mi alma. Yo nunca me atrevía a decirle que creía que las

religiones organizadas eran una gilipollez. A ella le daban esperanza y le

ayudaban a seguir adelante; lo mismo, exactamente, que a mí me servía La

Cacería. Por citar un pasaje del Almanaque de Anorak: «Quien no esté libre

de pecado, que no tire piedras.»

Cuando llegué al nivel inferior, salté del andamio y aterricé en el suelo.

Las botas de goma se hundieron en el barro helado. Ahí abajo seguía estando

muy oscuro, así que encendí la linterna y me dirigí hacia el este, abriéndome

paso entre aquel laberinto de sombras, intentando que no me viera nadie al

tiempo que trataba de esquivar un carro de la compra, la pieza de un motor o

cualquier otro pedazo de chatarra de los que salpicaban los callejones que

separaban las torres. A aquellas horas de la mañana casi nunca tropezaba con

nadie. Los vehículos lanzadera que conectaban con el centro sólo pasaban

unas pocas veces al día y los escasos residentes afortunados que tenían

trabajo ya estarían esperando en la parada del autobús, junto a la autopista.

Casi todos ellos trabajaban como mano de obra en una de las gigantescas

fábricas que rodeaban la ciudad.

Tras caminar casi un kilómetro llegué junto a un montículo de coches y

camiones viejos apilados en precario equilibrio al norte de las Torres. Hace

décadas, las grúas habían despejado la zona de tantos vehículos abandonados

como pudieron y los amontonaron en inmensos montículos alrededor del

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