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Bajar por aquel entramado de vigas metálicas me traía siempre a la

mente aquellos videojuegos viejos de plataformas como Donkey Kong o

BurgerTime. Había aprovechado la idea hacía unos años, cuando diseñé mi

primer videojuego de la Atari 2600 (un rito de paso para todos los gunters

que se preciaran, como lo era para un jedi construirse su primera espada

láser). Se trataba de un plagio de Pitfall llamado Las Torres donde el

jugador debía recorrer un laberinto vertical de caravanas fijas mientras se

apoderaba de ordenadores viejos, comía barritas energéticas compradas con

vales de comida y evitaba el encuentro con adictos a las metanfetaminas o

con pederastas camino del colegio. Lo cierto es que mi juego era mucho más

divertido que la realidad en la que se basaba.

En mi descenso me detuve al llegar a la roulotte Airstream, tres por

debajo de la nuestra, donde vivía mi amiga, la señora Gilmore. Era una

anciana adorable, de setenta y tantos años, que parecía siempre levantarse

tempranísimo. Miré por su ventana y la vi moviéndose de aquí para allá en

la cocina, preparando el desayuno. No tardó nada en darse cuenta de mi

presencia, y se le iluminaron los ojos.

—¡Wade! —exclamó, abriendo la ventana—. Buenos días, querido.

—Buenos días, señora G. —respondí—. Espero no haberla asustado.

—En absoluto —dijo ella, tapándose mejor con la bata para protegerse

del aire helado—. ¡Qué frío hace ahí fuera! ¿Por qué no entras y desayunas

un poco? Tengo beicon de soja. Y estos huevos en polvo no están tan mal, si

los salas bien…

—Gracias, pero esta mañana no puedo, señora G. Tengo que ir a la

escuela.

—Está bien. Otro día, entonces. —Me lanzó un beso e hizo ademán de

cerrar la ventana—. Intenta no romperte el cuello trepando por ahí, ¿de

acuerdo, Spiderman?

—De acuerdo. Hasta luego, señora G.

Le dije adiós con la mano y seguí el descenso.

La señora Gilmore era un encanto. Me dejaba dormir en su sofá cuando

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