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andamiaje cedía en una dirección infortunada, el efecto dominó podía llegar

a causar el desplome de cuatro o cinco torres más.

Nuestra caravana estaba situada en el extremo norte de las Torres, que

llegaban hasta un precario paso elevado de la autopista. A través de la

ventana del cuartito de la lavadora contemplé un momento el río poco

caudaloso de vehículos eléctricos, que reptaban sobre el asfalto cuarteado y

llevaban mercancías y trabajadores hasta el centro. Mientras contemplaba el

siniestro perfil de la ciudad, un rayo de sol brillante asomó por el horizonte.

Al verlo salir, cumplí con un ritual mental: cada vez que veía el sol me

recordaba a mí mismo que lo que veía era una estrella. Una de los miles de

millones de estrellas que existían en nuestra galaxia. Galaxia que era una de

las miles de millones de galaxias del universo observable. Aquello me

ayudaba a poner las cosas en perspectiva. Había empezado a hacerlo después

de ver un programa de ciencia de los años ochenta llamado Cosmos.

Salí por la ventana sin hacer ruido y, agarrándome a la parte inferior del

marco, descendí por el frío costado metálico de la caravana. La plataforma

de acero sobre la que se apoyaba era apenas más larga y más ancha que la

caravana misma, lo que dejaba sólo un saliente de medio metro que la

rodeaba por sus cuatro lados. Con cuidado apoyé los pies en ese saliente y

una vez allí me incorporé para cerrar la ventana del cuartito, que quedaba a

mi espalda. Agarré una cuerda que yo mismo había atado allí, a la altura de

la cintura, para que me sirviera de barandilla, y empecé a avanzar de lado

sobre el saliente hasta la esquina de la plataforma. Desde allí inicié el

descenso por el andamio, que tenía forma de escalera. Casi siempre usaba

aquella ruta, tanto cuando me iba como cuando regresaba a la caravana de

mi tía. A un lado de la torre, había una escalera tambaleante que se movía

tanto y daba tantos golpes contra el andamiaje que era imposible usarla sin

ponerse en evidencia. Mala cosa. En las Torres era mejor que no te oyeran ni

te vieran, en la medida de lo posible, porque por allí pululaba casi siempre

gente peligrosa y desesperada, de la que te roba, viola y luego vende tus

órganos en el mercado negro.

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