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debió de haber sido un tío enrollado.

Mi madre, Loretta, tuvo que criarme sola. Vivíamos en una caravana fija

pequeña, en otra zona de las Torres. Trabajaba para Oasis, a jornada

completa, de teleoperadora y de chica de compañía en un burdel online. Por

las noches me obligaba a ponerme tapones en los oídos, para que no oyera

las guarradas que decía a los puteros de otros husos horarios. Pero los

tapones no funcionaban bien y yo veía películas antiguas con el volumen a

tope.

A mí me introdujeron en Oasis en un estado temprano, porque mi madre

lo usaba de niñera virtual. Tan pronto como estuve lo bastante crecido para

llevar visor y guantes táctiles, mi madre me ayudó a crear mi primer avatar

en Oasis. Después, me dejó en un rincón y volvió al trabajo, solo y a mis

anchas, con total libertad para explorar un mundo que era totalmente nuevo

para mí, y muy distinto del que había conocido hasta entonces.

Puede decirse que, a partir de ese momento, me formé con los programas

educativos interactivos de Oasis, a los que cualquier niño podía acceder

gratuitamente. Pasé gran parte de mi infancia paseándome por una

simulación de la realidad virtual de Barrio Sésamo, cantando canciones con

muñecos muy cariñosos y participando en juegos interactivos que me

enseñaban a caminar, hablar, sumar, restar, leer, escribir y compartir. Una

vez que llegué a dominar aquellas habilidades, no tardé mucho en descubrir

que Oasis también era la mayor biblioteca pública del mundo, donde incluso

un niño miserable como yo tenía acceso a todos los libros escritos en el

planeta, a todas las canciones grabadas, y a todas las películas, series de

televisión, videojuegos y obras de arte creadas. Un lugar donde se hallaban

reunidos los conocimientos, el arte y el entretenimiento de la civilización

humana. Y estaba ahí, esperándome. Pero el acceso a tanta información

resultó ser una bendición envenenada. Porque entonces supe la verdad.

No sé, tal vez vuestra experiencia fuera distinta de la mía. Para mí,

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