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Desperté sobresaltado al oír disparos en una de las caravanas fijas de las

inmediaciones. Durante unos minutos, se oyeron gritos amortiguados;

después, silencio.

Los disparos no eran raros en las Torres, pero aun así me desvelaron.

Sabía que no podría volver a dormirme, así que decidí matar las horas que

quedaban hasta la salida del sol recordando algunos videojuegos clásicos de

la época en que se jugaba en máquinas que funcionaban con monedas.

Galaga, Defender, Asteroids . Todos antiguallas digitales convertidos en

piezas de museo mucho antes de que yo naciera. Pero, dado que me

consideraba gunter, no los veía como curiosidades de baja resolución

pasadas de moda. Para mí eran artefactos sagrados. Pilares del panteón.

Cuando jugaba con los clásicos, lo hacía con gran empeño, y con un

sentimiento parecido a la veneración.

Estaba acurrucado en mi viejo saco de dormir, en un rincón del diminuto

cuartito de la lavadora, encajado en el hueco que quedaba entre la pared y la

secadora. No era bien recibido en el cuarto de mi tía, al otro lado de la

entrada, pero a mí ya me venía bien que así fuera. Prefería ocupar el cuartito

de la lavadora. No hacía frío, me permitía cierta intimidad y la conexión

inalámbrica no era mala. Y además tenía sus ventajas, allí el aire olía a

detergente líquido y suavizante, mientras que en el resto de la caravana

apestaba a meadas de gato y pobreza abyecta.

Casi siempre dormía en mi escondite. Pero la temperatura estaba por

debajo de los cero grados las últimas noches y, aunque no soportaba

quedarme con mi tía, era mejor que pillar una neumonía o morir congelado.

En la caravana de mi tía vivían quince personas. Ella ocupaba el menor

de sus tres dormitorios. Los Deppert vivían en el contiguo y los Miller en la

habitación principal, al final del pasillo. Eran seis y pagaban la mayor parte

del alquiler. Aunque pueda parecer que vivíamos apretados, nuestra

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