Raval - Carmelo
Fotolibro de fotografía callejera sobre los barrios del Raval y el Carmelo.
Trabajo de Final de Grado de Laura López Encinas.
Fotolibro de fotografía callejera sobre los barrios del Raval y el Carmelo.
Trabajo de Final de Grado de Laura López Encinas.
“El Monte Carmelo es una colina desnuda y árida situada al noroestede la ciudad. Manejados los invisibles hilos por expertas manos deniño, a menudo se ven cometas de brillantes colores en el azul del cielo,estremecidas por el viento, asomando por encima de la cumbre igual queescudos que anunciarán un sueño guerrero. La colina se levanta juntoal Parque Güell, cuyas verdes frondosidades y fantasías arquitectónicasde cuento de hadas mira con escepticismo por encima del hombro,y forma cadena con el Turó de la Rovira, habitado en sus laderas, ycon la Montaña Pelada. Hace ya más de medio siglo que dejó de serun islote solitario en las afueras. Antes de la guerra, este barrio y elGuinardó se componían de torres y casitas de planta baja: eran todavíalugar de retiro para algunos aventa jados comerciantes de la clase mediabarcelonesa, falsos pavos reales de cuyo paso aún hoy se ven huellas enalgún viejo chalet o ruinoso jardín. Pero se fueron. Quién sabe si al verllegar a los refugiados de los años cuarenta, jadeando como náufragos,quemada la piel no sólo por el sol despiadado de una guerra perdida,del naufragio nacional, de la isla inundada para siempre, del paraísoperdido que este Monte Carmelo iba a ser en los años inmediatos.Porque muy pronto la marea de la ciudad alcanzó también su falda Sur, rodeólentamente sus laderas y prosiguió su marcha extendiéndose por el Norte y elOeste, hacia el Valle de Hebrón y los Penitentes. En su falda escalonada comoalegres manchas amarillas de la ginesta. Una serpiente asfaltada, lívida a lacruda luz del amanecer, negra y caliente y olorosa al atardecer, roza la entradalateral del Parque Güell viniendo desde la plaza Sanllehy y sube por la laderaoriental sobre una hondonada llena de viejos algarrobos y miserables huertas conbarracas hasta alcanzar las primeras casas del barrio: allí su ancha cabeza abochornadasilba y revienta y surgen calles sin asfaltar, torcidas, polvorientas, algunastodavía pretenden subir más en tanto que otras bajan, se disparan en todasdirecciones, se precipitan hacia el llano por la falda Norte, en dirección a Horta ya Montbau. Además de los viejos chalets y de algún otro más reciente, construidoen los años cuarenta, cuando los terrenos eran baratos, se ven casitas de ladrillorojo levantadas por emigrantes, balcones de hierro despintado, herrumbrosas yhay mujeres regando plantas que crecen en desfondados cajones de madera ymuchachas que tienden la colada con una pinza y una canción entre los dientes. “Últimas tardes con Teresa (1966), Juan MarséEl Carmelo
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- Page 52: Señor mirando la Calle de las Cien
“El Monte Carmelo es una colina desnuda y árida situada al noroeste
de la ciudad. Manejados los invisibles hilos por expertas manos de
niño, a menudo se ven cometas de brillantes colores en el azul del cielo,
estremecidas por el viento, asomando por encima de la cumbre igual que
escudos que anunciarán un sueño guerrero. La colina se levanta junto
al Parque Güell, cuyas verdes frondosidades y fantasías arquitectónicas
de cuento de hadas mira con escepticismo por encima del hombro,
y forma cadena con el Turó de la Rovira, habitado en sus laderas, y
con la Montaña Pelada. Hace ya más de medio siglo que dejó de ser
un islote solitario en las afueras. Antes de la guerra, este barrio y el
Guinardó se componían de torres y casitas de planta baja: eran todavía
lugar de retiro para algunos aventa jados comerciantes de la clase media
barcelonesa, falsos pavos reales de cuyo paso aún hoy se ven huellas en
algún viejo chalet o ruinoso jardín. Pero se fueron. Quién sabe si al ver
llegar a los refugiados de los años cuarenta, jadeando como náufragos,
quemada la piel no sólo por el sol despiadado de una guerra perdida,
del naufragio nacional, de la isla inundada para siempre, del paraíso
perdido que este Monte Carmelo iba a ser en los años inmediatos.
Porque muy pronto la marea de la ciudad alcanzó también su falda Sur, rodeó
lentamente sus laderas y prosiguió su marcha extendiéndose por el Norte y el
Oeste, hacia el Valle de Hebrón y los Penitentes. En su falda escalonada como
alegres manchas amarillas de la ginesta. Una serpiente asfaltada, lívida a la
cruda luz del amanecer, negra y caliente y olorosa al atardecer, roza la entrada
lateral del Parque Güell viniendo desde la plaza Sanllehy y sube por la ladera
oriental sobre una hondonada llena de viejos algarrobos y miserables huertas con
barracas hasta alcanzar las primeras casas del barrio: allí su ancha cabeza abochornada
silba y revienta y surgen calles sin asfaltar, torcidas, polvorientas, algunas
todavía pretenden subir más en tanto que otras bajan, se disparan en todas
direcciones, se precipitan hacia el llano por la falda Norte, en dirección a Horta y
a Montbau. Además de los viejos chalets y de algún otro más reciente, construido
en los años cuarenta, cuando los terrenos eran baratos, se ven casitas de ladrillo
rojo levantadas por emigrantes, balcones de hierro despintado, herrumbrosas y
hay mujeres regando plantas que crecen en desfondados cajones de madera y
muchachas que tienden la colada con una pinza y una canción entre los dientes. “
Últimas tardes con Teresa (1966), Juan Marsé
El Carmelo