Create successful ePaper yourself
Turn your PDF publications into a flip-book with our unique Google optimized e-Paper software.
LOS CASOS DE PIGLIA
PÁG.
2
DE SARMIENTO Y GIBSON A
KRISTÓF Y HRABAL
PÁG.
6
3
PÁG.
9
LÁPICES PARA NABOKOV Y
HEMINGWAY
4
PÁG.
13
LAS NOTAS DE SCALÍGERO Y
RODOLFO WALSH
5
PÁG.
17
UNA HOJA DE PARRA CON VERDES
DE BURROUGHS
6
PÁG.
21
DE LORD BYRON A BIOY CASARES Y
LAS COMPUTADORAS
7
PÁG.
26
ESCRITORIOS PARA ESCRITORES:
MCEWAN Y BIZZIO
3
n ojo sobre la pantalla buscando
letras y palabras. Así conversaba
Ricardo Piglia
(1941-2017) con los amigos
que lo visitaron en el último
año de su vida, y así también
corrigió Los casos del comisario
Croce (2018). En la nota final del
volumen explicaba: “Compuse este
libro usando el Tobii, un hardware
que permite escribir con la mirada.
En realidad parece una máquina telépata”.
Piglia no se conformaba con la
descripción de un estado de urgencia,
quería convertir la situación en un
problema de escritura: “Mis otros
libros los escribí a mano o a máquina
(con una Olivetti Lettera 22 que aún
conservo). A partir de 1990 usé una
computadora Macintosh. Siempre
me interesó saber si los instrumentos
técnicos dejaban su marca en la literatura.
¿Qué cambia y cómo? Dejo
abierta la cuestión.” La última vez
que se presentó ante el público fue en
el otoño del 2014 en la Biblioteca Nacional.
Los primeros síntomas eran
ostensibles: un brazo paralizado. Comentó
al pasar que se trataba de un
virus; uno de esos virus extraños, dijo
con desdén. Los virus y las máquinas
ya estaban en sus narraciones, la diferencia
ahora era que el escritor empezaba
a ser su propio –y ajeno- borrador,
su working progress. Como la
mujer que cuenta historias encerrada
en una máquina en La ciudad ausente
(1992). Las visitas de sus amigos al
tiempo se volvieron complejas situaciones
de lectura. Para más, Piglia se
había mandado hacer una suerte de
túnica para no lidiar con cierres y
botones. La vestimenta debió teñir de
un halo algo exotérico a esos encuentros.
Los amigos hablaban y Piglia oía
como si leyera lo que callaban hasta
que, de golpe, se imponía el lento proceso
en que los ojos buscaban hablar y
en la pantalla se formaban las palabras.
¿Cómo está X? ¿Qué pasó con
Y? ¿Pudiste encontrar a W? En esas
ocasiones se concretaba lo que afuera
se consumía en buenos principios, allí
realmente importaba lograr la pregunta
justa. Stephen Hawking, que
padeció también una enfermedad
neurodegenerativa, se había inclinado
por el camino inverso. Al conceder
una entrevista pedía que le enviaran
las preguntas con semanas de antelación,
entonces el ojo emprendía con
tiempo la paciente búsqueda de las
palabras en la pantalla y otro programa
las leía imitando una voz que se
grababa y se emitía el día fijado simulando
una conversación espontánea.
Hawking fingía una naturalidad
imposible, Piglia buscaba en cambio
una respiración artificial para abordar
lo que se imponía como naturalidad
imposible.
Lo que había sido un mecanismo
retórico de sus relatos se convirtió en
la forma que lo decidía todo. El escritor
convertido en máquina. La
manera en que investiga el inspector
Croce expresa esa situación. Es una
máquina que procesa los “casos”; es
decir, una máquina que lee y escribe.
Solo de lejos el método se asemeja al
utilizado por Piglia en otras narraciones:
cuando Renzi interpretaba en el
delirio de “la loca” el testimonio que
revelaba la verdad sobre un crimen
3
4
confiaba en la constancia de un orden
como garantía, en Croce la constante
no es el orden sino el azar; acaso el
azar como destino irremediable. Por
eso se deja llevar por las palabras y se
entrega a las asociaciones libres.
Aunque no las escucha como un psicoanalista,
las deletrea como si interceptara
voces, como si se entrometiera
en conversaciones ajenas. Se
mueve en el terreno de la materialidad
de lenguaje, concibiendo que
entre la realidad del mundo y la del
lenguaje lo que prima es la transposición,
no la representación. Croce
piensa “aliterando, veía una sinonimia
y ya no paraba y se perdía entre
los cardos”, se dice en “El astrólogo”,
y en “La excepción” se insiste: “Usó
su técnica de asociar libremente [las
palabras de los versos de una víctima]
y trató cada palabra como si encerrara
una vía de escape de la cárcel del
lenguaje”. En otro de los cuentos, “El
jugador”, se explicita: “Croce siempre
recurría a los encargados de las telefónicas
porque desde luego escuchaban
todo y estaban al tanto de vida y milagros
de la población”. Pero no es uno
de ellos, él sabe que escucha porque
quiere saber, ni es “la loca” que no
sabe que habla lo que ha escuchado,
ni tampoco es Renzi que se arroga un
saber para escuchar lo que los otros
dicen en lo que hablan: Croce combina
el comportamiento de los tres, sin
completarse en ninguno. Es una
máquina, no como una máquina, es
una máquina en borrador que se despliega
a medida que los individuos se
van borrando. Las fronteras entre máquinas
e individuos son porosas. En
ese destino irremediable los escritores
pueden escribir con los ojos, o las
ficciones pueden devorarle la vida a
cambio de volverse irónicamente perdurables.
En las relaciones que Piglia
ha tejido con Borges y Arlt siempre
subyacen las narraciones de Bioy Casares,
desde la máquina de Morel
hasta los casos-máquina de “En memoria
de Paulina” y “El perjurio de la
nieve”. Porque en Bioy Casares como
en Piglia, y sobre todo en el modo de
pensar de Croce, lo decisivo está en
descubrir que las máquinas se esconden
en sus mecanismos. Es decir, en
descubrir máquinas en eso que se percibe
apenas como un presentimiento
sin aparatos. Croce puede reconocer,
por ejemplo, afinidades entre los mecanismos
de su lectura y los de un historiador,
pero también con las maneras
de leer de los vaqueanos. Los
“casos” consisten en hacer aflorar
esas afinidades. En “La conferencia”,
Croce se encuentra con un escritor
que ha ido a dar una charla en un
pueblo; es 1954, nadie sabe que ese
escritor que no convoca público se
llama Borges, y nadie sabe tampoco
que el gobierno de Perón sería derrocado
por un golpe de Estado en
menos de un año. Croce es parte de
todos ellos, y mantiene un diálogo
pigliano con Borges, atraído por la
consonancia entre el apellido del
comisario y el del filósofo italiano.
Pero sobre todo, Borges destaca, en
esa escena en medio de la pampa, un
mecanismo inesperado, el contacto
entre Croce y Cruz: “Croce en castellano
es cruz, el sargento Cruz, que,
como sabemos, se jugó por el matrero
y desertor Martín Fierro”. Las fronteras
de la ley también son porosas,
tanto como las que existen entre la
realidad y la ficción. Borges no lo
recuerda en el cuento, y Piglia tampoco,
aunque debió tenerlo presente,
que hacía unos meses Borges había
publicado un cuento en La Nación,
“El fin”, en el que cambiaba la historia
pergeñada por José Hernández y
decidía matar a Martín Fierro. Una
intervención en la historia (de la literatura)
argentina que Piglia replica
en “La conferencia”, y en otros
“casos” de Croce. El comisario y el
escritor –también- terminan por
reconocerse “dos paisanos argentinos”
y se reparten en diálogo lo que
puede leerse como la frase de una
única voz: “Dos rastreadores. Leemos
pistas, rastros. Buscamos lo visible.
En la superficie. No hay nada oculto.
Buscamos lo que se ve”. Todo está
expuesto, no hay misterio, o mejor, el
misterio consiste en reconocer la función,
el valor otorgado a lo que refulge
como misterio. Como en “La carta
robada”, el cuento de Poe que Piglia
interviene en “La película”. En el
caso de Croce no hay una carta
robada a la reina sino una posible
película porno filmada a principios
de los 40 y que tendría como protagonista
a Eva Duarte años antes de convertirse
en Eva Perón. ¿A quién
podría beneficiar la posesión de esa
película? ¿El asunto residía en corroborar
si la actriz realmente era ella?
¿Importaba la verdad o se buscaba
que el rumor se expandiera como un
virus dando lugar a la sospecha, sea
cual fuese la identidad de la actriz?
La trama podría leerse en relación al
presente, si se considera el papel que
han ido asumiendo los medios de
información en los días de la “posverdad”.
Pero también cabe vincularla
con la sinuosa intervención de los servicios
de inteligencia en la política
nacional a través de la opinión pública.
Tejidos de sospechas que pueden
convertir en mensajes-cartas-películas
desde las fotocopias de un cuaderno
a la muerte de un fiscal. Máquinas,
darse máquina, darle a la maquinita,
maquinar, darle máquina. Como el
pensar aliterado de Croce que mira
atento las palabras cuando oye el
mundo que habla
5
DE
SARMIENTO
Y GIBSON
A KISTÓF Y
“De Sarmiento y Gibson a
Kistóf y Hrabal”
HRABAL
3
oras más tarde de la batalla de
Caseros (1852), Sarmiento fue a
la casa de Rosas en Palermo,
entró en el escritorio y se sentó a
escribir con las plumas, la tinta y
los papeles de su enemigo derrotado.
Su función en el Ejército
Grande había sido redactar los partes de
la campaña, cargando a cuestas una
imprenta para darlos a conocer de
inmediato; pero esa noche se decidió por
algo muy distinto, escribió cuatro cartas
a sus amigos. “Era una satisfacción que
me debía”, dijo. Lejos estaba de ser un
gesto que colocaba un punto sobre el
pasado, fue un acto en el que se proyectaba
hacia lo por venir. Ya no era el
hombre que había compuesto Facundo,
era el escritor que sería Presidente
(1868-1874). La escena hace contrapunto
con otra, más de un siglo después y en
EE.UU, la de William Gibson (1948)
leyendo, muy joven, los cuentos de
Borges reunidos en Labyrinths (1964).
Estaba en una habitación ostensivamente
formal y oscura, sentado en un sillón
frente a un escritorio, todo un tesoro
familiar, había pertenecido a Francis
Marion, un héroe de la Independencia
estadounidense, y guardaba en sus cajones
un listado de los caídos en la Primera
Guerra nacidos en la región.
Los escritorios nunca están quietos, solo
se detienen en el momento en que hacen
visible su característica fundamental, el
conjuro, que tiene doble naturaleza: es
fábula mágica y es confabulación. Sarmiento
conjura en el escritorio de Rosas,
y Gibson también mientras lee a Borges,
cuando aún debía pasar mucho para
que se convirtiera en el artífice del ciberespacio
y bastante más para escribir la
introducción de una nueva edición de
Labyrinths (2007) en la que dio cuenta
de los pormenores de aquella tarde: descubrió
esa vez lo que hasta entonces se
negaba a reconocer, el presentimiento
de que el escritorio de Marion estaba
“embrujado”. Y algo más: que la lectura
de “Tlön…” había producido un cataclismo
en su experiencia de lector. (Los
dos descubrimientos eran, sin duda,
inescindibles.) Gibson aseguraba que de
haber estado a su alcance el concepto de
software, habría palpado que se extendía
de manera exponencial lo que “un
día iba a definirse como banda ancha
(bandwidth)”. Era obvio: el conjuro
trazaba fábulas con el pasado familiar
(Francis Marion y su casa) y otros espacios
(“Tlön…” y Borges) para confabular
los mecanismos de su propia literatura.
Si Sarmiento decidió sentarse al escritorio
en lugar de llevarse las plumas y la
tinta de Rosas, fue por la misma razón
que Gibson hacía hincapié en la habitación
donde se encontró con Borges.
Porque esos espacios funcionaban como
salas de máquinas que generaban la
condición de posibilidad de todo lo
demás. Así había sido desde los tiempos
más remotos de que se tenga registro,
como lo prueban las pinturas rupestres.
La cueva de Chauvet, encontrada en
1994 en el sureste de Francia, se remonta
a 35 mil años y es la más antigua de
las que se conocen. Los Cromañón eran
nómadas, no vivían en esas cuevas que
seguramente antes habían sido guarida
de los osos. Iban a allí a realizar rituales,
conjuros en los que las imágenes dibujadas
en las piedras se combinarían entre
sí ofreciendo nuevas formas misteriosas
–tal vez posibles repuestas a sus interrogantes-,
con la ayuda de la visión alterada
por la penumbra, la falta de oxígeno
y algún brebaje. Nada de lo que se diga
escapa a la conjetura, salvo el hecho de
que esas fueron las primeras salas de
7
8
“De Sarmiento y Gibson a
Kistóf y Hrabal”
máquinas, tan extrañas y próximas
como nos resultan aquellos Homo
Sapiens que fuimos. John Berger sugería
que la noción que los Cromañón tuvieron
del tiempo quizás se subordinaba a
su idea del espacio: lo que dejaba de
estar era algo que se había ocultado en
algún lugar fuera de su alcance. (J.Berger:
“La cueva de Chauvet”, El País,
28/IX/2002). Y ese es el mismo conjuro
que reconocemos en los escritorios, con
la diferencia que ellos no cambian de
lugar las cosas sino el lugar que tienen
las cosas.
José Hernández comenzó a escribir
Martín Fierro escondido en el Gran
Hotel Argentino, ubicado frente a la
Casa de Gobierno, donde el Presidente
Sarmiento había dictado la proscripción
de su opositor político. Escribió los
primeros cantos del poema en una libreta
de cuentas de una pulpería, mirando
el cielo raso de su encierro. Pero Martín
Fierro comenzaba a cantarlos con una
guitarra y voz propia en una pulpería,
pidiendo a los santos del cielo que alumbraran
su pensamiento.
En cualquier lugar se hacen espacio las
salas de máquinas. Y todos los lugares
pueden ser uno, y viceversa. Gibson
contaba que, al regreso de un homenaje
a Borges en Barcelona, una noche se
quedó un buen rato frente al televisor,
perdiéndose en las imágenes tomadas
por una cámara de video en Plaza Cataluña.
La cámara estaba fija y mostraba
el paisaje a su alrededor, el suceder de la
vida cotidiana en la marea de instantes
anodinos; en medio de esos gránulos,
Gibson creyó verse, estaba seguro de
que ese hombre de sobretodo había sido
él, y también que él no podía ser aquel,
aun siendo imposible que no fueran el
mismo.
Una sala de máquinas puede ser invisible.
Agota Kristóf (1935-2011) se inventó
una para soportar el trabajo en una
fábrica de relojes de Suiza. Mientras las
manos repetían el ensamblaje mecánico,
ella componía poemas en húngaro. Era
1956 y había huido de Hungría con su
esposo y una hija de pocos meses.
Las confabulaciones se inician en secreto:
Bohumil Hrabal (1914-1997) quiso
implosionar cada fábrica en la que fue
operario. Como el régimen checoslovaco
lo mantenía arrinconado, decidió
que debía ahogarlo en su propio aliento.
Se le negaba el ingreso a la Asociación
de Escritores desde los 70, poco después
del reconocimiento internacional por la
versión cinematográfica de su novela
Trenes rigurosamente vigilados (1964),
sólo podía publicar en forma clandestina,
en samizdat, mientras trabajaba en
una fábrica metalúrgica y luego en otra
encargada de reciclar papel. Hrabal
hizo un conjuro con esa última experiencia.
En la novela Una soledad
demasiado ruidosa (1977) contaba la
vida de un obrero que producía el papel
para la burocracia del Estado usando
como materia prima los libros prohibidos.
“Si-ver-espacio”, suelta con ironía un
personaje de Gibson, en País de espías
(2007).
Agota Kristóf no hablaba francés.
Empezó a aprenderlo con los manuales
escolares de su hija. Intentó traducir los
poemas que componía en la fábrica,
años más tarde consiguió escribir en
francés piezas de teatro y narraciones.
Los personajes buscaban imitarla, la
expresión se les hacía difícil y era tan
áspera como el desamparado en que
vivían, como los mellizos de El gran
cuaderno (1986), su primera novela. Los
hermanos eran despiadados como el
mundo lo había sido con ella, o como el
mundo merecía que ellos lo fueran.
El protagonista de Una soledad demasiado
ruidosa escribe su propio acto de
sabotaje, se lanza a la máquina trituradora
de libros para inutilizarla, al menos
por un rato. Pero Hrabal no murió ese
día sino veinte años más tarde, a los 87
años. Las máquinas de escribir oficiales
informaron que había caído de un
quinto piso mientras intentaba darle de
comer a unas palomas.
Y
10
“Lápices para Nabokov y
Hemingway”
los 7 años Vladimir Nabokov
(1889-1977) hizo su
primer descubrimiento
como escritor, supo que era
un sinesteta. Oía colores en
las palabras y hasta las
mismas letras, según fueran pronunciadas
en ruso, francés o inglés, le
sugerían sensaciones táctiles y olores.
El descubrimiento estaba asociado a
otro, acaso más potente, y era que su
madre fomentaba sus juegos sinestésicos
y que ambos corrían una carrera
de sorpresas. Mientras el hijo encontraba
hallazgos de sensaciones, la
madre no dejaba de sorprenderlo
llenándolo de regalos novedosos. Era
la única carrera en la que no importaba
ganar sino desear con todas las
fuerzas que no terminara nunca. Una
mañana, convaleciente aún de una
enfermedad infantil, el niño Nabokov,
que ya había cumplido 9 años, se
levantó de la cama para espiar a su
madre desde la ventana. Quería ver
hacia dónde se dirigía en busca del
regalo especial que le había prometido.
Desde lo alto del edificio, la vio
subir al trineo tirado por un único
caballo y la oyó arrobarse en su
tapado de piel de foca entre el frío de
San Petersburgo, mientras el lacayo se
acomodaba el sombrero y sujetaba las
riendas para ponerse en marcha.
El trineo siguió por la calle Morskaya
en dirección a la avenida Nevsky, pero
enseguida se detuvo en el negocio de
Treumann. Qué cosa podría comprarle
su madre en ese lugar donde
sólo se vendían tintas, plumas y otros
instrumentos aburridos para usar en
los escritorios. La madre entró y salió
muy rápido del negocio con las
manos vacías, aunque detrás, sí, venía
el lacayo con un regalo insignificante.
¿Podría ser que la sorpresa consistiera
esta vez en una ausencia de sorpresa?
Difícil que la desilusión le haya permitido
pensar eso. Unos minutos después
la madre volvió a sorprenderlo
cuando entró al cuarto cargando en
sus brazos extendidos un lápiz Faber
con forma hexagonal perfecta. Pero
lo extraño es que medía un metro con
veinte centímetros de largo. Sí, lo
había comprado en lo de Treumann.
Pero entonces cómo él no lo había
visto, o cómo creyó que el lacayo
llevaba en su mano algo sin importancia.
Nabokov estaba seguro de
haber visto que se trataba de un lápiz,
pero no entendía cómo había confundido
las dimensiones. La madre evitó
contarle cuanto él aprendería a saber
años más tarde. Que en el negocio
habían vacilado en venderle ese
objeto publicitario que estaba en los
escaparates. Que era la tercera vez
que la madre iba a lo de Treuman y
que en la segunda había cerrado el
trato.
No era un lápiz que se pudiera usar
por más que desde la punta emergiera
una mina de grafito. Quizás la
madre recurrió a ese regalo para
demostrarle que las conexiones entre
las cosas dependían exclusivamente
de los individuos, igual que el juego
de los sentidos, y acaso por esa razón
Nabokov llegaría a entender que ese
lápiz había sido un ejemplo perfecto
de la poética del “arte por el arte”
que se ufanaba en defender en sus
textos.
La marca Faber gozaba de un
enorme prestigio que había empezado
a firmar con letra propia pero con
idea ajena. En 1861 John Ebernard
Faber (1822-1879) había fundado su
empresa en Nueva York, pero tanto la
invención como el modo de fabricar
ese instrumento le pertenecían a otros
individuos que no habían querido
considerarlo una mera mercancía.
Algunos creen que no es del todo
casual que en aquel lugar donde
estuvo la primera fábrica Faber se
encuentre hoy el edificio de la Organización
de Naciones Unidas. Otros
prefieren considerar que la historia
del lápiz arrastra desde sus orígenes
un extraño carácter recursivo:
cuando en el siglo XVII se encontró
en Cumbria, Inglaterra, una enorme
reserva de grafito, los pobladores
notaron que podían usar ese material
para marcar las ovejas, pero como el
material era demasiado frágil decidieron
recubrir los trozos de grafito con
cuero de ovejas. El primer lápiz fue
fabricado con piel de oveja y utilizado
para contar ovejas.
Casi desde el principio, la empresa
Faber tuvo otros emprendedores
competidores, como la fábrica creada
por Joseph Dixon en Massachusetts,
lo que explica la necesidad publicitaria
de aquel lápiz de un metro y
veinte centímetros. Pero antes de
aquel gesto descomunal del niño Nabokov,
hubo otro lápiz desconcertante
en la historia de la literatura, los
dos lápices de carpintero con los que
Flaubert (1821-1880) en 1877, según
cuenta Julian Barnes, hacía graffitis
políticos en sus viajes a Normandía.
Gruesos lápices que no servían para
marcar las páginas de sus libros, y
mucho menos para escribir la novela
que dejaría sabiamente inconclusa,
Bouvard y Pecuchet, la historia de dos
copistas que ansiaban transcribir los
más diversos saberes del mundo.
El arte por el arte y dos lápices de carpintero,
porque uno podía romperse
o extraviarse y era preciso tener otro
de repuesto para escribir sobre todas
las cosas, incluso sobre las que se
mueven. Apenas eran insultos lo que
Flaubert anotaba con letra acelerada,
no tenía ninguna intención de despacharse
a contar ni buscar le mot juste,
ponía esos dos lápices al servicio
urgente de la rebeldía social. Hemingway
(1899-1961), en cambio, dicen
que contaba el número de los lápices
a los que les sacaba punta mientras
pergeñaba las notas como corresponsal
en la Guerra Civil Española. Veintisiete
lápices; sin duda esa costumbre
¿Podría ser que la sorpresa
consistiera esta vez en una
ausencia de sorpresa?
11
12
“Lápices para Nabokov y
Hemingway”
era una manera de entrar en calor,
afilar el lápiz para contar, para saber
qué decir y qué guardar en la caja
para su novela, Por quién doblan las
campanas.
Hay diversos motivos para considerar
fidedigno ese hábito preparatorio de
Hemingway, el primero es que él
mismo dejó sentado su fervor por las
cuentas: contaba las palabras que
escribía día a día en su máquina de
escribir como una manera de controlar
la constancia de su disciplina.
Llegó a escribir el cuento más breve
en lengua inglesa, sin alejarse ni un
milímetro de su estilo, un relato construido
con seis palabras contadas:
“For Sale, Baby Shoes, Never Worn”
(“En venta, zapatos de bebé, sin
uso”). Toda su “teoría iceberg” estaba
allí: la máxima economía para engendrar
las mayores sugerencias.
¿La historia de un aborto o sólo una
ironía porque los bebés no caminan y
sus zapatos son inútiles? A Nabokov
le habría gustado esa segunda posibilidad,
se aproximaba al sentido en
que entendía “el arte por el arte”, y
en ese caso rescataría la pieza de Hemingway,
uno de los escritores a quienes
más detestaba en público. Resulta
curioso pensar que Hemingway era
también un bebé cuando la madre de
Nabokov le regaló el enorme lápiz
Faber. Y sin duda Hemingway apenas
había aprendido a contar, mientras
muy lejos de Illinois, Nabokov destruía
el lápiz para comprobar si la
mina sólo formaba parte de la utilería
o si en verdad recorría a lo largo el
interior del lápiz. Una interpretación
se derivaría de eso, la de que el concepto
del “arte por el arte” no puede
desprenderse de una visión de uso.
Hemingway habría hecho lo mismo,
pero al instante en que le regalaran el
lápiz. Tal vez se trate sólo de una
visión retrospectiva, es decir pensando
en la desesperación que, como sostiene
Anthony Burguess, le fue carcomiendo
la vida al acercarse a la vejez.
Contar las palabras que escribía era
una manera de controlar hasta qué
punto seguía siendo el hombre viril
que había inventado en su propio
mito. O si su cuerpo se había convertido
en un lápiz vacío, sin sangre
potente con la que escribir. Y allí
donde no encontró nada, en un día
agobiante de verano, se hundió una
escopeta en la boca y apretó el gatillo.
El lápiz Faber de Nabokov contenía
la mina de un extremo a otro, una
perfecta demostración del “arte por el
arte”: podía usarse pero eso era menospreciar
sus posibilidades. La conquista
del niño Nabokov se convirtió
enseguida en una letanía, ya no tenía
consigo lo que no servía para nada,
ya no servía para nada lo que ya ni
siquiera tenía consigo; y así hasta que
cada cosa se transformaba en otra.
14
“Las notas de Scalígero y
Rodolfo Walsh”
calígero ganó buena parte de su
fama anotando los márgenes de
libros ajenos con relatos propios.
Era filósofo, médico, botánico,
pero por encima de todo
fue uno de los sabios más reconocidos
del siglo XVI. El emperador
Maximiliano I lo nombró paje
cuando apenas tenía 12 años, en
1496, y años más tarde accedió a convertirse
en capitán de su ejército,
aunque esa no era su actividad preferida,
demasiado tiempo le quitaba a
las letras y al arte, que había aprendido
con Durero. Su mayor notoriedad,
de todos modos, la consiguió a partir
de 1525, al ser nombrado médico del
obispo de Agen, ciudad francesa en la
que murió a los 74 años.
Tal vez fue de Durero de quien más
haya aprendido sobre el valor de los
detalles y el solapado estallido que se
esconde en la combinación de materiales
diversos. Porque aunque atesoraba
libros, lo que realmente le interesaba
a Scalígero era profanarlos con
letras de distinta procedencia. Introducía
cuestiones de botánica en libros
de filosofía, o aspectos médicos en un
tratado de metafísica al que terminaba
por derivar hacia los misterios del
cuerpo humano, o de la vida en general,
y en particular su vida, porque
Scalígero solía contar también su biografía
en esos márgenes. Los coleccionistas
buscaban con particular reverencia
sus libros entre los cuantiosos
libri annotati.
Como otros humanistas de su tiempo,
Scalígero utilizaba una máquina para
leer y escribir: un cono que giraba
sobre un eje y en el que podían colocarse
docenas de libros abiertos.
Puesto junto a la mesa de trabajo
donde se leía un libro, el giratorio permitía
acceder con una celeridad antes
inaudita a la información de distintos
volúmenes. La tarea no debía interrumpirse
para buscar el dato requerido,
ya estaba allí, al alcance de la
mano. Todas las letras posibles se
mantenían a la espera del escritor-lector.
Sin duda que el giratorio tuvo una
notable incidencia en la fecundidad
de los libri annotati. Scalígero utilizó
a la perfección esa máquina de leer,
sobre todo para alimentar esa otra
que era exclusiva de su ingenio, la de
intervenir los textos con comentarios
que los desviaban de su cauce. Uno
de sus trabajos más reconocidos fue el
tachado íntegro de un libro, palabra
por palabra, y al que en el margen de
cada página anotó repetidamente un
mismo vocablo soez.
Profanar la cárcel del sentido con el
virus de una letra. Sin duda. Vale
mucho más eso que pensar en un adelanto
de la hipertextualidad contemporánea.
Interferir el sentido, hacer
saltar el curso de una máquina, como
cuando se dice “hacer saltar la
banca”. Eso mismo fue lo que sucedió
con el poemario de Pablo Neruda que
escribió para España durante la
guerra civil. Como no había papel
para imprimirlo, un grupo de milicianos
republicanos hizo saltar la banca:
echó al molino cuanto podía suplir
ese material. Las páginas en las que se
imprimió el libro se hicieron a base de
jirones de ropas y trapos ensangrentados.
Cada cosa se había salido de
lugar para inventar una nueva. De
eso se trataba; acaso allí también
pueda buscarse una posible respuesta
a la pregunta de qué está hecha la literatura.
Las aspas del molino como las hélices
de un avión. El molino también
mataba fascistas. La literatura era un
molino (ver “Una hoja de parra con
verdes de Burroughs”).
Neruda cuenta en sus memorias que
años después vio expuesto un ejemplar
de esa edición en una sala reservada
de la Biblioteca de Washington.
Cuestiones de máquinas. El sentido
nunca está suelto. Ni es huérfano.
Cuando Scalígero murió pronto surgieron
sus detractores. No negaban
sus teorías sino el sentido que él había
decidido para su vida. Decían que no
había ninguna prueba de todas las
experiencias que había relatado antes
de convertirse en médico del obispo
de Agen. Que todo lo que se conocía
de su vida era lo que Scalígero había
escrito en los márgenes de libros
ajenos.
El sentido quiere controlarlo todo.
Nunca está suelto, por eso ata.
A mediados de 1976, a pocos meses
del golpe del militar en Argentina,
Rodolfo Walsh creó ANCLA (Agencia
de Noticias Clandestina) para
informar a la población lo que los diarios
ocultaban. Diseñó una red de
informantes y periodistas, y entrenó a
cuatro militantes con los que venía
trabajando en Montoneros desde
hacía un año para conformar una
mesa de redacción que no sólo produjo
los cables, también los imprimía y
distribuía para que llegaran a la
población como a distintos medios y
organismos de derechos humanos del
exterior. Tenían cuatro Olivetti mecánicas,
un mimeógrafo y un escáner
para interferir las comunicaciones de
la policía.
Lucila Pagliai cuenta que Walsh le
enseñaba a leer entre líneas los diarios,
revistas, discursos oficiales y
actas empresariales pero también los
avisos de apariencia más intrascendente
y las notas necrológicas. Dice:
“Había que buscar y saber leer, hacer
inteligencia de la noticia o del dato
publicado discriminando la paja y el
trigo, interrelacionar, evaluar, interpretar
para producir cables de alto
impacto que perforasen el bloqueo
informativo.” (1)
Encontrar el espacio para escribir la
letra. Sacar de quicio la máquina de
control. Confundirla sobre su propio
eje. Porque, como asegura Lila Pastoriza,
hasta la misma sigla ANCLA
intentaba ser un virus inoculado en el
interior de las fuerzas represoras: una
parte del ejército sospechaba que los
cables eran un ardid de la marina, y
una parte de la marina sospechaba
que se trataba de una celada que el
ejército hacía contra la marina.
ANCLA alcanzó a producir y difundir
más de doscientos cables durante
1976 y 1977, entre ellos el del 1 de
abril del 77 que informaba sobre el
secuestro de Rodolfo Walsh, titulado
“Denuncian secuestro de renombrado
escritor argentino”. Se trataba de
una noticia que cualquier medio de
prensa podría haber escrito (y no
hicieron), trazando un recorrido
sobre su biografía intelectual.
Ninguna mención se hacía de la
15
“Las notas de Scalígero y
Rodolfo Walsh”
Carta a la Junta* que el escritor acababa
de echar al buzón y que sus
compañeros de ANCLA ya habían
estado distribuyendo (2). Se había discutido
bastante sobre la necesidad o
no de que la carta llevara la firma de
Walsh; una cuestión estratégica: la
firma de un escritor reconocido acrecentaría
el impacto que se buscaba,
romper el cerco informativo.
Letra y nombre se convertían en la
máquina de un mismo molino.
Walsh se defendió de sus secuestradores
con un pistola 22. No tenía la
vana intención de detener los múltiples
disparos, su principal intención
era resguardar el funcionamiento de
la máquina; es decir, que no pudieran
detenerlo con vida. La 22 se había
convertido en letra para matar fascistas.
16
UNA HOJA DE
PARRA CON
VERDES DE
BURROUGHS
18
“Una hoja de parra con
verdes de Burroughs”
levamos incrustada en el estómago
una máquina de escribir
silenciosa. Es una coraza de
palabras que nos ordena cómo
leer. Una coraza que nos mantiene
controlados desde antes
que podamos soltar la primera
frase en cualquier otra máquina. Fue
lo que les dijo William Burroughs a
Gregory Corso y Allen Ginsberg en
una entrevista de 1961, y de inmediato
les puso delante un papel que contenía
palabras dispersas para demostrarles
cómo esa máquina ya tenía
tramado lo que ellos debían leer. ¿Se
les ocurría descifrar lo escrito de otra
manera que no fuera de izquierda a
derecha? Y si era así con algo tan elemental,
¿cómo creer que el control se
conformaba con poco?
Siempre hubo una máquina simulando
ser la primera. Antes de las Apple,
IBM, Underwood y Olivetti, hubo
plumas, bolígrafos, lápices, mesas,
carbón, cera, madera, piedra, y antes
otras máquinas. Cada una de ellas
exigía una dieta especial y una particular
visión del mundo. En el VII los
monasterios medievales abandonaron
el papiro por los pergaminos que
preparaban con los cueros de los corderos
y terneros que criaban los
mismos monjes. De los gansos obtenían
las plumas que utilizaban en los
scriptorium. El pergamino resultaba
más resistente que el papiro, daba la
posibilidad de destacar ciertas palabras
con tinta roja. Y podía borrarse
lo escrito para volverse a utilizar, lo
que promovió la cultura del palimpsesto
que sería clausurada como
norma habitual recién con el desarrollo
de la imprenta de Gutenberg.
Porque a partir de ese momento el
uso del papel se hizo extensivo marcando
la entrada a una nueva cosmovisión:
la ilusión de la palabra única y
la propiedad.
McLuhan diría: El medio es el mensaje:
cada soporte, cada máquina, es
menos un instrumento que utilizamos
y más un dispositivo que nos convierte
en instrumento de un orden particular.
Y así a lo largo de las épocas,
hasta quedar confundidos y que los
máquinas terminaran por construir
la realidad a su medida manteniéndonos
conectados. Por eso Nicanor
Parra escribe:
“TV CABLE /THE MEDIUM IS
THE MESS-AGE.”
Vivimos en el desastre de los tiempos
y en la era del desastre de los medios.
El cielo siempre se edificó desde los
pies. Una buena prueba de eso está
en que astrónomos y mercaderes, los
guardianes de las estrellas tanto como
los del dinero, fueron quienes esparcieron,
a fines de la Edad Media, la
flamante novedad de utilizar lápiz y
papel para escribir. En los siglos previos
los números romanos habían
impuesto el uso del ábaco para hacer
las cuentas. Después, los números
arábigos facilitaron un poco la situación
de los cálculos. El problema, sin
embargo, residía en que como se
escribía aún sobre arena y cera, era
preciso ir borrando las cantidades
intermedias de las cuentas mientras
se realizaban, “el me llevo tanto” no
era una metáfora sino pura literalidad
porque había que llevarse ese
“tanto” que no quedaba escrito. El
papel vino a fijar un sentido del
tiempo, y el lápiz a convertir en portátil
la ilusión de propiedad. Eso fue
antes de que las estrellas dejaran de
girar con Copérnico y Galileo, antes
aún de que Newton descubriera que
un solo principio gobernaba lo que
pisábamos como aquello que parecía
pender en el universo. Lápiz y papel
hicieron que todo se moviera a su
alrededor. Instrumentos convertidos
en máquinas de escribir el futuro.
Hoy en día no encontramos ni un
solo instante de nuestras vidas que no
esté, como sostiene Giorgio Agamben,
controlado, contaminado o modelado
por algún dispositivo. Un dispositivo
es cualquier máquina, elemento
o artificio que contenga la
capacidad de, al menos, orientar las
conductas de los individuos. Desde el
lápiz a los teléfonos celulares, y de las
pantallas a los cuadernos de notas.
Hasta el aerosol de la pintada callejera
arrastra consigo algo de la disciplina
de control oficinesco que tiene el
bolígrafo en una dependencia policial.
Cada dispositivo coopera en
tejer la red en la que nos movemos,
aun cuando creamos vivir sin imposición
de ningún límite ajeno. La situación,
desde luego, no es diferente tratándose
de escritores. O acaso se
potencie. ¿Es que se podría asegurar
que los escritores siempre fueron
escritos mientras escribían? ¿No hay
escapatoria del control? En 1966, en
una entrevista con The Paris Review,
Burroughs contaba que descubrió los
cut-ups del pintor Brion Gysin, a
quien consideraba el creador de la
técnica: construir un escrito cortando
y mezclando textos de distintas procedencia.
Cambiar la dirección de lo
que había sido escrito de un modo
único. Interferir en la línea de producción
prevista por esa máquina y
hacerla entrar en cortocircuito.
¿Sería esa una posible salida al control,
una posibilidad de esparcir una
gota de veneno en la red?
Burroughs se volcó a la experimentación
de esas posibilidades, que no
dejaba de reconocer en autores anteriores,
aunque en él funcionaron
como la inoculación de un virus, no
como reafirmación de la persistencia
de la herencia cultural (The Waste
Land de T.S.Eliot) o como intento de
transponer los estímulos sensoriales
de la modernidad (USA de John Dos
Passos). No buscaba subrayar una
cierta naturaleza de las cosas, quería
denunciar su poderío a través de los
cut-ups que pueblan su trilogía The
Soft Machine, The Ticket That Exploded
y Nova Express. ¿Serían suficientes
esos cortocircuitos? Varios
años antes el cantautor Woody Guthrie,
el maestro de Bob Dylan, había
escrito en la tapa de su guitarra aquello
que se leía en los fuselajes de los
aviones republicanos durante la
Guerra Civil Española: “Esta máquina
mata fascistas.” No se reducía a
una simple advertencia, y acaso era
mucho más que una expresión de
deseo tal como podía leerse en los
aviones, el sentido había cambiado de
dirección en el momento en que se
escribió en esa guitarra. Era un cutup
de objetos. La invención de una
nueva máquina en lo que había
dejado de ser una máquina-guitarra y
en lo que se había desprendido de
una máquina-avión. Se salían de
quicio los dispositivos conocidos. Lo
que había sido inventado de un modo
se abría hacia un camino inesperado.
La ilusión de todo escritor frente a su
máquina de escribir, cualquier sea
ésta, acaso sea menos encontrar un
paraguas sobre una mesa de disección
que aterrizar un avión en una
guitarra. O quizá no sea suficiente ese
encuentro, aunque sí imprescindible
19
20
“Una hoja de parra con
verdes de Burroughs”
el desencuentro anterior. ¿La ilusión
de todo escritor? De la mayoría. De
algunos. De ninguno. Tachar lo que
no corresponda: esa es la conducta
añadida a la coraza de la que hablaba
Burroughs, que acaso pensara también
en la fortuna familiar, la que
había edificado su abuelo desde fines
del XIX con la fabricación de las máquinas
de calcular en Burroughs
Adding Machine Company. Quizás
sería mejor tender a marcar lo que no
se corresponda. ¿Todos lo han
hecho? ¿La mayoría? ¿Ninguno?
Nicanor Parra hizo de esa experiencia
su propio arte. Con ese principio
fabrica artefactos: combina objetos-palabras
que de otro modo no se
hubieran encontrados, y los invita a
la reunión. De ese modo funciona su
“antipoesía”. Parte de la convicción
de que la menor resolución no resulta
un punto de llegada sino que es una
vuelta antes de hundirse en la misma
red de control. En una entrevista a
mediados de 2001, y a sus 87 años,
aseguraba: “Recuro al expediente de
ser un espejo que va por el camino.
Vivo en la contradicción sin entrar en
conflicto.”
Preparó la máquina de construir “artefactos”
alterando la manera de leer
a Shakespeare. En lugar de entregarse
a un poeta-máquina-cerrado, se
dispuso a leer una máquina-abierta,
un poeta sin terminar. De esa manera
hizo hincapié que esa máquina ponía
en cortocircuito el lenguaje popular y
la lengua del rey (Lear), algo que la
historia de la literatura no había
dejado de repetir acerca de Shakespeare
pero que Parra prefirió mantenerlo
en el instante vivo, previo al
monumentalidad del canon. Es decir,
Shakespeare seguía escribiendo y
hacía colisionar esos dos lenguajes,
sin que uno cediera al otro, buscaba
mantener la contradicción pero sin
resolverla. “La idea central en la antipoesía
es que el mundo funciona dialécticamente,
con la síntesis de los
contrarios”, decía Parra en 1989:
“No quiero situarme sólo con lo que
convencionalmente se llama seriedad,
sino que también con lo que se
llama risa. Me parece que solamente
integrando estas dos variables se
logra una poesía que realmente vale
la pena considerar.”
En “Soliloquio del individuo”, uno de
los textos que integran Poemas y antipoemas
(1937-1954), puede leerse:
Construí un fonógrafo,
La máquina de coser,
Empezaron a aparecer
los primeros automóviles,
Yo soy el individuo.
Alguien segregaba planetas,
¡Árboles segregaba!
Pero yo segregaba herramientas,
Muebles, útiles de escritorio,
Yo soy el individuo.
Se construyeron ciudades,
Rutas,
Instituciones religiosas pasaron
de moda.
…
Mejor es tal vez que
vuelva a ese valle,
A esa roca que me
sirvió de hogar,
Y empiece a grabar de nuevo,
De atrás para adelante grabar
El mundo al revés.
Pero no: la vida no tiene sentido.
2
22
“De Lord Byron a Bioy
Casares y las computadoras”
El fuego consumió rápido la fábrica
de hilados. Cientos de hombres y mujeres
entregaron a las llamas la máquina
tejedora que había venido a
arrancarles el trabajo y condenarlos a
la miseria. Esa noche de abril de 1811
ardieron decenas de fábricas textiles
en Inglaterra, no sólo en Nottinghamshire,
también en York, Lancashire
y Derby. Miles de soldados
fueron encomendados a la represión.
Pronto se sumaron espías para localizar
al líder que había levantado a las
masas contra las máquinas y el progreso.
Pero no pudieron encontrar a
Ned Ludd: no era más que el nombre
que todos repetían y que estaba escrito
con carbón en los muros. La lucha
de los luddistas tardaría en apagarse
cuatro años, aun cuando en febrero
de 1812 el parlamento inglés aprobó
la pena de muerte para cualquier
individuo sospechado de simpatizar
con el movimiento. El único en alzar
la voz en contra de la ley fue Lord
Byron con su “Defensa al Luddismo”,
la primera vez que ese nombre de
todos se escribió con la pluma y la
tinta de un poeta: “Es más fácil fabricar
personas que maquinarias/ Y
más valiosa la mercancía que una
vida humana.”
Lord Byron murió de cólera en 1824,
mientras combatía por la independencia
de Grecia. Lejos de la suerte
de los luddistas, y muchísimo más
lejos de la hija que había abandonado
en la cuna en 1815. Nunca imaginó
que las máquinas tejerían su propio
juego de azar. Nadie sabe tampoco
cuál habría sido su reacción de haber
conocido las máquinas de escribir.
Cien años después no fueron pocos
los escritores que se resistieron a usar
las Underwood, menos por reconocerse
epígonos del luddismo que por
reconocerlas máquinas. Y la situación
se redobló en la década del 80 con los
procesadores de texto. ¿Escribir sobre
una pantalla como si fuera la televisión?
García Márquez salió en defensa
de la nueva tecnología y compartió
con sus lectores las ventajas que le
había dado escribir en una Macintosh
plus su novela El amor en los tiempos
del cólera: la presión de una tecla
había bastado para que el nombre de
un personaje cambiara luego de cien
páginas de existencia. Era 1985, y un
año antes João Ubaldo Ribeiro hacía
público que su novela Viva el pueblo
brasilero había sido escrita con una
IBM y que una nueva era se abría
para los escritores. Osvaldo Soriano
contaba haber cambiado su Lettera
22 por una computadora para escribir
su cuarta novela, A sus plantas
rendido un león, y mencionaba en un
artículo (“La escritura electrónica…”,
Crisis, mayo de 1988) a diez
autores argentinos que ya habían
hecho lo mismo. El registro daba
cuenta de un debate tragado por la
aceleración de las últimas décadas.
Macintosh terminó por ganarle la
pulseada a IBM en pocos años; su
sistema no precisaba ningún saber
operativo, era cuestión de clickear en
la pantalla el ícono de lo que se buscaba.
El vestigio de cualquier proceso
mecánico quedaba borrado, o borroneado,
para dar lugar a la eléctrica
instantaneidad. Luz, iluminación y
razón siempre estuvieron simbólica-
mente asociadas. Las máquinas de
escribir declinaron a la cuenta del
resto animal en nuestra evolución. El
problema ya no era morder la manzana
sino ser parte de Apple Mac, como
proponían en esos días las narraciones
cyberpunk: individuos cruzados
con terminales de computadoras,
organismos en los que el tejido
humano se combinaba con plaquetas
digitales.
Jamás imaginó algo semejante el
padre de la computación, Charles Babbage
(1792-1871), cuando, desde
1812, puso todo su empeño en inventar
una máquina que ejecutara programas
para hacer cálculos. Quizás sí
Ada Lovelace (1815 -1852), la joven
matemática que se sumó a asistirlo en
la investigación. Ella parecía más dispuesta
a tomar por asalto el porvenir.
¿Habrá tenido en cuenta que textos y
tejidos compartían una misma etimología?
Solía decir que la máquina
analítica que preparaban tejería fórmulas
algebraicas con la misma facilidad
que un telar componía guardas
de flores, y que algún día hasta podría
ser programada para escribir música.
Eran sueños en los que Babbage la
acompañaba a prudente distancia,
aunque estaba tan enamorado de ella
que no puso reparos en ayudarla con
los cálculos probabilísticos para usar
en las carreras de caballos. Ada
perdió su fortuna en las apuestas,
pero, como dice Pablo Capanna, “nos
dejó sus brillantes intuiciones sobre el
futuro de las computadoras” (“La
increíble vida…”, Página 12, 4-XII,
04) antes de morir a los 36 años; es
decir, a la misma edad que su padre,
Lord Byron, a quien no recordaba
haber visto desde su cuna. En 1984,
mientras que el cyberpunk hacía su
aparición con la novela Neuromante
de Gibson, el Departamento de Defensa
de EE.UU. puso en circulación
un programa al que llamó Ada, en
honor a la mujer que había soñado
que las computadoras diseñarían los
destinos de los individuos.
Sentado frente a su Mac, que ya no
era la misma que había utilizado para
sus dos libros anteriores, William
Gibson escribió, en coautoría con
Bruce Sterling La Máquina diferencial
(1990), una novela en la que se
destejía la historia para componerla
de otro modo: Ada y Babbage lograban
inventar lo que no habían inventado,
y Lord Byron sobrevivía a la
independencia griega y se convertía
en un hombre poderosísimo en Inglaterra.
La novela se publicó en el umbral de
un tiempo decisivo. Dejaba atrás los
años de la Guerra Fría en los que un
llamado en el “teléfono rojo” era la
salvaguarda ante la hecatombe mundial,
y dejaba paso a lo que en tres
años sería el uso comercial de internet
a través de las redes telefónicas. En la
imaginación de Ada Lovelace no
hubo lugar para predecir algo tan
lejano como internet. Lord Byron, en
cambio, había llegado más cerca de
vislumbrar el presente cuando escribió
sobre el riesgo de que la técnica
fabricara individuos y disimulara la
desigualdad social. Un temor que
H.G.Wells interpretó en clave darwiniana
en La isla del doctor Moreau
(1896), donde un científico transfor-
23
24
“De Lord Byron a Bioy
Casares y las computadoras”
ma animales en seres humanos, y que
Adolfo Bioy Casares urdió en clave
visual en La invención de Morel
(1940): la máquina retiene y reproduce
escenas con la ilusión de la eternidad,
pero al mismo tiempo que consume
la vida de los individuos. Esa
máquina fue interpretada como un
anuncio de la televisión, de los hologramas,
de la realidad virtual, de la
vampirización de la mirada, de los
simulacros de las “dobles vidas” en la
red, y acaso también se la pueda ver
como una máquina para escribir: el
lugar en el que convergen la pérdida
de una vida y el deseo de construir
otra.
Pero Bioy Casares no utilizaba máquinas
de escribir, prefería escribir a
mano, con rasgos firmes y muy velozmente,
como destacó Hermes Villordo
(Genio y figura de A.B.C, 1983).
Una sola vez entró en su casa una
computadora, fue el viernes 15 de
marzo de 1996, cuando Clarín llevó
un equipo para que el escritor dialogara
con lectores de todo el mundo a
través de internet. “¿Así que hay
alguien preguntando desde Chicago?
¿Y desde dónde más hablan? ¿Eso se
ve en la pantalla?”, preguntó Bioy
Casares acercándose al monitor a la
persona que transcribía sus comentarios.
Uno de los participantes quiso
saber qué sentía estando frente a una
máquina que hacía preguntas. “Trato
de sobreponerme. Yo he inventado
máquinas, como en La invención de
Morel. Pero fueron invenciones falsas,
puramente literarias.”
La nota destacaba que era “la primera
vez que un autor argentino conversa
con sus lectores a través de la red
de internet” (E.Martínez, Clarín,
17/III/96). En la fotografía que ilustraba
el evento, Bioy Casares sigue
sentado para siempre frente a la computadora
y la pantalla; es decir, simulando
estar a punto de volver sobre el
teclado y el mouse que nunca tocó.
25
“Escritorios para escritores:
McEwan y Bizzio”
Mc Ewan
y Bizzio
cEwan escribe sus relatos a
mano alzada, en un departamento
con vistas al
George Park que convirtió
en estudio. Trabaja en dos
mesas. Una está ocupada
por la pantalla inmensa de una máquina
Apple, la otra está repleta de
cosas pero es allí donde escribe. Es
una mesa amplia de cocina que
decidió llevar a su estudio con la
intención de mantenerla despejada
de libros y papeles apilados. A veces
intenta ponerla en orden, aun
sabiendo que nada se comporta allí
como en una cocina donde los platos
sucios encuentran rápido su destino.
Dice que en cuanto separa un papel
para echarlo a la basura, comienza a
dar vueltas hasta que ese mismo
papel termina por ocupar el lugar de
una nueva pila que no dejará de
crecer, y así con todo lo demás.
La cocina y el escritorio no comparten
el mismo mundo, o acaso el
orden del mismo mundo. Sin embargo
esa mesa de cocina es algo
especial para McEwan, fue el único
objeto que construyó con sus propias
manos, a excepción de sus relatos
que escribe sobre cuadernos con
renglones y sin márgenes, justamente,
sobre esa mesa. ¿Por qué no ha
construido otros objetos? Nadie se lo
ha preguntado, al menos en público.
Y tener esa información sería más
que pertinente, porque hay una
mesa de cocina inolvidable en una
de sus novelas, El inocente, publicada
en 1990, unos años después de
que McEwan construyera su propio
escritorio. Esa mesa no está en Londres
sino en Berlín, en los tiempos de
la Guerra Fría, en 1955, durante el
último verano de vida de Bertolt
Brecht y sus siete escritorios, no muy
lejos del departamento en el que Leonard
y María, la pareja de la novela,
planean deshacerse del cadáver del
ex marido celoso y golpeador. Lo que
finalmente deciden es cargarlo y
ponerlo sobre la mesa de la cocina
para descuartizarlo con una sierra,
un hacha y una cuchilla. A Leonard
le cuesta mover la sierra sobre las
articulaciones del cadáver, y es María
la que le indica cómo hacerlo porque
sabe de carpintería: primero debe
atraer la sierra hacia su lado y luego,
entonces, moverla hacia delante.
Los escritorios tienen voluntad vertical.
Algo los conecta con una energía
sumergida en el pasado recóndito de
cada escritor, una línea de fuerza
hacia abajo, profunda y tan íntima
como misteriosa. Quizá la recurrencia
a apelar a “la cocina de la escritura”
para referirse al trabajo de los
escritores encuentre su único posible
asidero en la conexión con ese misterio,
no en que se trate de la posesión
de un saber hacer -como suele entenderse-
sino que sea la indicación del
lugar donde una práctica ya no
puede saber lo que sabe. El lugar de
la infancia, la madre, y el corte. Los
escritorios son espacios Frankestein:
algo se escribe cuando antes algo se
ha cortado.
Pero así como hay una línea que
conecta a los escritorios con lo recóndito
de la intimidad, otra no menos
poderosa los lanza hacia arriba, a las
alturas. ¿Será acaso otro nombre
27
28
“Escritorios para escritores:
McEwan y Bizzio”
para la misma idea de profundidad?
Las respuestas escriben distintas literaturas.
Michel de Montaigne a los
38 años, en 1571, se recluye en su
castillo y escribe en una torre lo que
serán sus ensayos. La historia deberá
esperar al siglo XIX para ver las
torres como “torres de marfil”, un
giro con el que nombrar a los escritores
que deciden escribir apartados de
los avatares del mundo social. Que
escriben desde arriba dándole la
espalda al dolor de sus semejantes.
No deja de ser curioso que el sintagma
“torre de marfil” haya sido
tomado de una imagen bíblica referida
a los atributos de María, madre de
Jesús y esposa de un carpintero.
Corte. Fue Sainte-Beuve, al parecer,
quien acuñó el concepto para la crítica
literaria, y desde entonces la mención
“torre de marfil” ha sido tan
dual como los escritorios. Es el lugar
de una descalificación o el lugar
desde donde ejercerla. Como en el
caso de Nabokov que recomendaba
“la muy denigrada torre de marfil”
como espacio privilegiado para el
escritor, sugiriendo que antes habría
que tomarse “la inevitable molestia
de matar a algunos elefantes”, en
especial al sentido común: todo
cuanto entra en contacto con ese elefante
queda devaluado. Nabokov
escribía de pie, tal vez para dar énfasis
a la perspectiva, un señalamiento
que sin suda no le habría gustado.
Atento a la voluntad vertical que
tienen los escritorios, Sergio Bizzio
escribe con una computadora portátil
en dos lugares de su casa, en una
mesa que está en la cocina, y en otra
que tiene en el estudio, en la segunda
planta, ambas están casi en una
misma línea de corte. Dice: “En esa
vertical me recluyo. Esa vertical es mi
convento. La cocina da al jardín. El
estudio a los techos vecinos. Ignoro
por qué escribo a veces en una y a
veces en otra.”
De lo que no hay dudas es que los
personajes de sus novelas desconfían
de permanecer demasiado en lo alto,
el protagonista de Era el cielo (2007)
no soporta subir a un avión, es una
de las cosas que lo mantienen inmovilizado
en tierra firme a lo largo del
relato, lo que no es poco ya que la
escena con la que la novela comienza
es la llegada a su casa cuando dos
hombres están violando a su mujer.
Si hace algo, se descubre y pueden
matarla; si no hace nada puede fingir
que no ha visto nada y seguir adelante,
o creyendo que todo seguirá igual.
Pero tampoco a Bizzio parecen gustarle
las alturas. En El escritor
comido (2010), el protagonista es
Mauro Saupol, un escritor brasilero
de best-sellers a escala internacional
que decide aprovechar un accidente
de avioneta en la selva del Amazonas
para fingir su propia muerte y así
tener la oportunidad de espiar qué
dicen acerca de él.
Fue en la mesa de la planta baja
donde Bizzio escribió la mayor parte
de la novela. Una mesa redonda con
una pata de aluminio en el centro, no
rectangular ni de madera clara como
la otra, semejante a la que McEwan
hizo con sus manos. Es que no podría
haber escrito El escritor comido en
una mesa en lo alto, si se tiene en
cuenta que Saupol vivía en lo más
alto de la torre del éxito. ¿O sí, por
qué no? ¿Hay alguna relación entre
el lugar donde se escribe y lo que se
escribe? McEwan estaba sentado en
su mesa de cocina, tratando de
encontrar cómo seguir adelante con
su trabajo porque acababa de terminar
el manuscrito de Expiación,
cuando recibió el llamado de su
mujer contándole que lo había llamado
el editor de The Guardian para
pedirle un artículo sobre lo que
estaba sucediendo en New York.
¿Cómo, qué pasa, encendé el televisor?
McEwan vio en la pantalla el
fuego sobre las Torres Gemelas. Era
el 11 de septiembre de 2001.
Las imágenes lo devoraron. Pero esa
misma tarde volvió a desconectarse
de todo para escribir el artículo que
se publicaría en dos días. Un texto
que se precipita hacia el misterio de
sus propias ficciones, a esa secreta
intimidad conectada a su escritorio.
Una mujer prisionera en una de las
Torres Gemelas, cuando descubre
que ya no podrá escapar, llama a su
esposo que está en San Francisco
para despedirse, y como el hombre
no atiende el teléfono deja grabada
su despedida, nada más que dos palabras,
esas dos palabras, dice
McEwan, gastadas por las peores
canciones y las películas más tontas,
dos palabras tan usadas como la más
seductora de las mentiras.
Los escritorios siempre retoman la
misma escena, nunca es exactamente
igual; es necesario repetir para empezar
a decir lo mismo por primera vez.
29
30
“Escritorios para escritores”
l escritorio de San Jerónimo, el
traductor de la biblia al latín,
fue el más representado hasta la
invención de la fotografía.
Durero realizó su grabado en
1514, casi mil años después de
la muerte de San Jerónimo y, sin embargo,
eligió representarlo en un ambiente
del Renacimiento. Las ventanas
terminadas en arcos y con vidrios,
el atril, la mesa y las sillas no son propios
de la ciudad de Belén en el siglo
V. Más allá de eso resulta oportuno
detenerse en el resto de los objetos.
Sobre la tabla, solo el atril y el tintero;
al costado los libros desparramados,
aún no se habían inventado las estanterías;
atrás, colgados en la pared, se
ven notas, una navaja y unas tijeras.
Desde luego, también hay objetos alegóricos,
como la cruz, la calavera y el
reloj de arena. El león y el perro que
retozan delante de la mesa merecen
otra atención. Cuentan que una vez
San Jerónimo le quitó a un león una
espina que llevaba clavada y que
desde entonces la fiera no se apartó
de su lado; dicen que murió de
hambre junto a su tumba. Otros insisten
en que la leyenda es atributo de
otro santo. Como la presencia del
perro, se podría decir, porque en definitiva
ese sí no le pertenecía a Jerónimo
sino a Durero, que buscaba representar
la lealtad a través del animal.
Lo que más destaca el grabado es
la idea de que el escritorio ha sido
siempre un espacio fuera lugar para
los escritores. Dispositivo de tránsito
entre mundos y épocas. Dispositivo
de transformación. No hay escritorio
que no contenga objetos imposibles,
restos de futuros que acaso jamás
serán visitados. ¿Qué es lo que cuelga
del techo: un anticipo de una lámpara
de luz eléctrica o de gas, o simplemente
una calabaza en posición inexplicable?
Maquiavelo no ocultó el
poder que expandía su escritorio.
Después de un tiempo en prisión acusado
de conspirar contra los Medici,
se retira a vivir a su casa de campo
donde pasa los días cazando tordos
en el bosque entre leñadores, o en la
posada conversando con un carnicero
y un molinero. Maquiavelo dice
expresamente: “…revuelto con estos
piojosos, dejo enmohecer mi cerebro
y desahogo la malignidad mía.” Pero
también cuenta que a la noche, al
regresar a su casa, se despoja de la
“ropa cotidiana” para entrar a su
escritorio a dialogar con los grandes
hombres: “Durante cuatro horas no
siento fastidio alguno, me olvido de
todos los contratiempos; no temo a la
pobreza ni me asusta la muerte.” Esas
fueron las condiciones en las que
escribió El Príncipe, publicado un
año antes de que Durero realizara su
trabajo.
En plena Ciudad de México, en el
siglo XVII, Sor Juana Inés de la Cruz
hizo de su celda en el convento un
laboratorio de ideas. Lo convirtió en
el único refugio donde una mujer de
su época podía pensar y practicar sin
restricciones el estudio de las ciencias
y las letras. Para lograrlo se apartó de
las “carmelitas” y se ordenó en el
Convento de San Jerónimo. Lectora y
estudiosa de la obra del jesuita Kircher,
Sor Juana entendía que las palabras
eran cosas con las que se fabrica-
ban mecanismos complejos. El
nombre de San Jerónimo, sin duda,
habrá sido una suerte de talismán.
Las celdas del convento, como explica
Octavio Paz, tenían baño, cocina y
sala, además de la habitación para
dormir; no eran espacios diminutos,
lo minúsculo estaba afuera, en el
mundo. El obispo de Puebla le envió
a Sor Juana una carta firmada con un
nombre de mujer en la que la adulaba,
criticaba y aconsejaba dejar los
libros y las ciencias. En realidad, le
tendía una trampa: si ella respondía
destacando la importancia de los
libros no-sagrados lo que la esperaba
era la Inquisición. Lo que hizo entonces
Sor Juana fue escribir la verdad
mientras aparentaba que fingía.
Esa manera de proceder en Respuesta
a Sor Filotea tiene bastante de lo
que se condensa en los escritorios. Un
espacio de combate que siempre es
más frontal cuando se toma el camino
oblicuo. Un espacio en el que los
detalles traman rituales secretos. En
1852, cuando Rosas es derrotado por
el Ejército Grande, lo primero que
hace Sarmiento es alistarse para una
íntima venganza. Esa misma noche
llega a la casa de Rosas en Palermo,
entra a su escritorio, se sienta en su
silla y con la pluma, el papel y la tinta
de su enemigo, redacta cuatro cartas
a sus allegados. “Era esta una satisfacción
que me debía”, escribió después:
“Había cumplido la tarea.” ¿En qué
lugar se había librado la guerra entre
ambos si no era en las palabras?
Para Sarmiento el futuro comenzaba
en un escritorio. Es más, había escrito
sobre Buenos Aires sin haberla visitado,
y lo mismo hizo en verdad con la
campaña, a la que llamó “desierto”
aun cuando contenía las tierras más
fértiles de la región. El espacio más
fecundo para Sarmiento estaba en su
pluma, por eso no podía perder
tiempo en corregir sus escritos teniendo
por delante tanto por hacer. Una
pluma para un solo mundo. Bertolt
Brecht, en cambio, tenía siete escritorios
en su casa de Berlín y en cada
uno trabajaba en proyectos diferentes.
Eran otros tiempos, mediados del
XX, y el mundo mostraba otras
formas de la guerra. Se habían abierto
todos los frentes en la guerra de
masas. No bastaba un escritorio, no
bastaba ni siquiera un solo tipo de
pluma, las ideas debían estar en constante
movimiento. Era preciso atender
a la combinación de tácticas para
mantener una estrategia efectiva. A
un burrito de madera que tenía a la
vista le colgó un cartel que decía
“Hasta yo lo tengo que entender” y,
en una de las vigas del techo, anotó
“La verdad es concreta.”
El prestigioso editor de Suhrkamp
Verlag, Siegfried Unseld, destacó la
capacidad de su autor para retomar
trabajos apartados luego de varios
años en alguno de sus escritorios.
Brecht recortaba y pegaba frases de
distintas versiones de sus textos, como
si hiciera montajes o collages. Sus
manuscritos siempre estaban en proceso
de construcción. Los entregaba a
la editorial con notas para la mecanógrafa
en la que le pedía que deje un
amplio espacio en tal o cual párrafo
para luego poder seguir escribiendo.
Otra característica de los escritorios:
31
32
“Escritorios para escritores”
llegan a ser crueles, prometen compartirlo
todo y apenas si sueltan algo.
Brecht solía distraerse mirando a
través de la ventana que daba al
cementerio y terminó por ser enterrado
allí. También a Pablo Neruda le
gustaba mirar a través de la ventana,
contemplaba el mar desde una ventana
de Isla Negra, la casa que compró
en 1939 para convertirla en un lugar
donde escribir. La casa no tardó en
ocuparse con sus mascarones de proa
y su colección de caracoles. Un día
salió corriendo con Matilde hacia la
playa a esperar algo que había divisado
en el mar: “Matilde, allí viene mi
escritorio.”
Mientras otros aspiran a que su escritorio
llegue lejos con sus trabajos,
Neruda estaba convencido de que su
escritorio era una tabla que venía
desde los confines. ¿Quién elegía a
quién?
Sarmiento murió en Paraguay en
1888, a los 77 años. A sus familiares
dejó el expreso pedido de ser fotografiado,
no en la cama sino sentado en
su sillón de su trabajo. Como si la
muerte se confundiera con el sueño.
George Perec recordaba la imagen de
San Jerónimo en su escritorio, pero la
realizada por Antonello Messina en
1475. El detalle que concitaba su
atención era ver a San Jerónimo vestido
con un suntuoso atuendo rojo y
descalzo.
¿Cuál era la razón para esa posición:
mover los pies con mayor libertad o
maltratar la vanidad del cuerpo con
el frío? Los escritorios son impredecibles,
pueden resultar extrañas moradas.
La celda de Sor Juana, junto con
el resto del convento de San Jerónimo,
pasó a ser, por ejemplo, posesión
del gobierno mexicano en 1862 y se
convirtió en cuartel, luego en caballeriza.
En 1927, ya en manos privadas,
Antonieta Rivas Mercado inauguró
allí el teatro Ulises: una artista de
vanguardia actuando en lo que había
sido la odisea de Sor Juana. Después
fue el lugar para un salón bailable
llamado El Pirata, un cabaret, un
conventillo, un parking, un baldío...
La rutilante trama barroca incorporó,
en 1979, un signo altisonante, el
proyecto de crear en el predio una
universidad.
Durante las excavaciones para la
nueva construcción, hallaron entre el
palimpsesto de muros lo que podrían
ser, según aseguraron, los restos de
Sor Juana. Pero ni una sola palabra
de su escritorio.
“También a Pablo Neruda le
gustaba mirar a través de la
ventana”
33