SE NUBLA EL CIELO. LA PRIMERA CRUZADA
La novela narra la peripecia de tropas francas que, con la bendición del papa Alejandro II, se dirigen a Hispania a combatir al sarraceno. Sus jefes son Guillermo, el duque de Aquitania, y el normando Roberto Crispin. El objetivo militar es conquistar la ciudad de Barbastro en la primera guerra santa convocada por la jerarquía cristiana. La novela entrelaza el relato militar con otro episodio histórico muy poco conocido: el intercambio epistolar entre personajes eminentes de la corte musulmana de al-Muqtádir de Zaragoza y un anónimo “monje de Francia”, que algunos estudiosos identifican con el abad Hugo de Cluny. Rogerius, un joven monje cluniacense, es el encargado de hacer llegar la carta a la corte musulmana de Zaragoza. La novela está contada en primera persona por Rogerius, que tiene que enfrentarse a los mandos militares para conseguir que la carta que le ha confiado el abad llegue a su destino. La dialéctica entre la espada y la palabra, que permea toda la novela, acaba para desgracia de toda la humanidad con el triunfo de la primera, aunque Rogerius se encarga de poner a los belicistas ante su propia miseria y su falta de razón. La amistad de Rogerius con Arián, un joven de Plan que se une a la expedición, convierte el relato en una novela iniciática, donde los dos muchachos conocen los horrores de la guerra, el amor y la amistad.
La novela narra la peripecia de tropas francas que, con la bendición del papa Alejandro II, se dirigen a Hispania a combatir al sarraceno. Sus jefes son Guillermo, el duque de Aquitania, y el normando Roberto Crispin. El objetivo militar es conquistar la ciudad de Barbastro en la primera guerra santa convocada por la jerarquía cristiana.
La novela entrelaza el relato militar con otro episodio histórico muy poco conocido: el intercambio epistolar entre personajes eminentes de la corte musulmana de al-Muqtádir de Zaragoza y un anónimo “monje de Francia”, que algunos estudiosos identifican con el abad Hugo de Cluny. Rogerius, un joven monje cluniacense, es el encargado de hacer llegar la carta a la corte musulmana de Zaragoza.
La novela está contada en primera persona por Rogerius, que tiene que enfrentarse a los mandos militares para conseguir que la carta que le ha confiado el abad llegue a su destino. La dialéctica entre la espada y la palabra, que permea toda la novela, acaba para desgracia de toda la humanidad con el triunfo de la primera, aunque Rogerius se encarga de poner a los belicistas ante su propia miseria y su falta de razón.
La amistad de Rogerius con Arián, un joven de Plan que se une a la expedición, convierte el relato en una novela iniciática, donde los dos muchachos conocen los horrores de la guerra, el amor y la amistad.
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Se nubla el cielo
Barbastro, 1064. La primera cruzada
José Solana Dueso
José Solana Dueso nació en Plan (1946),
ha estudiado filosofía en las universidades de
Zaragoza y Barcelona. Se doctoró con una tesis
sobre el sofista griego Protágoras de Abdera,
por la que obtuvo el Premio Extraordinario. Ha
dedicado su vida a la docencia y la investigación,
primero como profesor de Instituto y después,
desde 1990, como profesor de la Universidad de
Zaragoza.
Además de numerosos libros y trabajos de
investigación, es autor de novelas escritas en
castellano y en aragonés.
Entre las novelas en castellano, ha publicado
La malva y el asfódelo (2006), Ciudadano Sócrates
(2008), Parménides. El canto del filósofo (2014) y Los
amantes de Chistau (2016).
Ha escrito también novelas en su lengua materna,
el aragonés chistavín. Con El siñor de San Chuan
(Gara d’Edizions, 2017) ganó el premio de
literatura en aragonés Arnal Cavero del Gobierno
de Aragón, siendo traducida al castellano por el
mismo autor (Prames). En 2019 ha publicado
S’emboira el ziel. Balbastro, 1064. La primera cruzada
(Gara d’edizions), de la que ahora ofrece la
versión castellana.
SE NUBLA EL CIELO
Barbastro, 1064. La primera cruzada
gara viceVersa, 14
SE NUBLA EL CIELO
Barbastro, 1064. La primera cruzada
José Solana Dueso
5
Título original en aragonés:
S’emboira el ziel. Balbastro, 1064. La primera cruzada
Diseño de colección: Ricardo Polo. Equipo de Diseño Gráfico de Prames
Imagen de cubierta: El beato de Urgel. Manuscrito del siglo X. Ascendet bestia de
abisso. (Subirá la bestia desde el infierno)
1ª edición en castellano, abril de 2020
Este libro ha recibido una ayuda por parte del Departamento de Educación,
Universidad, Cultura y Deporte del Gobierno de Aragón
© José Solana Dueso
© versión en castellano del autor
© de esta edición Gara d’Edizions
GARA D’EDIZIONS
Avda. Navarra, 8
E-50010 Zaragoza
www.garadedizions.com
e–mail: gara@garadedizions.com
I.S.B.N.: 978-84-8094-414-4
Dep. Legal: Z 342-2020
Imprime: INO Reproducciones, s.a.
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación
de esta obra solo puede ser realizada con la autorización previa de sus titulares,
salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos
Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de
esta obra.
PÓRTICO
Los primeros clarines de la guerra santa sonaron cuando el
papa Alejandro II concedió la remisión de los pecados a todos
los que fuesen a combatir contra los sarracenos en Hispania. Al
mismo tiempo, el monje cluniacense Hildebrando, futuro papa
con el nombre de Gregorio VII, clamaba en sus sermones que
Hispania había pertenecido desde antiguo a la jurisdicción de
San Pedro.
Precedidos y alentados por estas voces, diversos grupos de caballeros
francos, con Guillermo de Aquitania y el normando Robert
Crispin al frente, atravesaron diferentes puertos del Pirineo
en dirección a Graus. Allí se reunieron con las tropas aragonesas
del rey Sancho Ramírez y las de Armengol III, conde Urgel, a los
que se habían sumado contingentes del este francés y tropas italianas.
Tras homenajear al rey Ramiro, asesinado el año anterior,
tomaron rumbo a Barbastro, la gran ciudad musulmana, objetivo
de esta expedición militar.
Por estas mismas fechas, a través de los mismos puertos pirenaicos,
se cruzaban cartas entre personas eminentes de la corte
musulmana de Zaragoza y un anónimo “monje de Francia” de
alta posición, en las que cristianos y musulmanes intentaban defender
sus credos religiosos por la vía de la pluma y la palabra en
lugar de la espada.
Corría la primavera del año 1064, primero del reinado de
Sancho Ramírez, hijo y sucesor de Ramiro I.
7
I
Me sorprendí cuando el prior, al salir del coro para ir al trabajo
de cada día, me dijo que pasara por la sacristía, que el abad quería
hablar conmigo. ¿Qué puede querer a estas horas de la mañana,
maitines, si todavía no ha amanecido? Algo urgente tendrá que
ser. Yo no recordaba que esa noche hubiera ocurrido nada especial
o alarmante. Hacía mucho frío, eso sí, pero un monje sabe
combatir ese enemigo del cuerpo
—Benedicamus domino.
—Deo gratias –respondí atemorizado, pero con la confianza
de no haber hecho nada censurable.
—El maestro de retórica me ha proporcionado tu expediente.
Es brillante. In principium erat verbum, como dice San Juan. Sí,
hermano Rogerius, la palabra es muy importante. Los monjes
que habéis recibido de Dios estos dones tenéis una responsabilidad
particular. No creas –me dijo en tono confidencial–, todavía
recuerdo cuáles son los objetivos a los que debe apuntar el buen
orador: enseñar, conmover y deleitar. ¿No es así?
—Sí, fray Hugo: ese es el ideal del buen orador.
—Pues claro, de ahí tu responsabilidad. ¿Qué vamos a pedirles
a los hermanos legos? Es cierto, saben cosas importantes, las
labores del campo, la construcción (por cierto, no sé si has reparado
en que el edificio se nos está quedando pequeño), pero esas
habilidades materiales carecen de verdadera importancia.
No sabía a dónde quería ir a parar el abad. Me relajé tan pronto
comprendí que se había metido en mi jardín, la retórica. Tengo
que reconocer que es la disciplina que más me gusta. El abad
9
estaba ahora de lleno en la captatio benevolentiae, una manera de
encantar al oyente para ganar su atención y simpatía.
—La palabra, el verbum, vale más que todas estas paredes, los
campos que nos rodean o las monedas que almacenamos en esos
herméticos arcones.
Aunque estaba seguro de que el problema no era la retórica ni
mi expediente académico, la verdad es que el abad me tenía en
ascuas: ya estaba convencido de que no se trataba de ninguna reprimenda,
por más que era experto en inventar faltas imaginarias
con el único propósito de hacer ostensible su autoridad.
—Hay hombres sabios en la Iglesia que se muestran a favor de
las artes liberales, y sobre todo el trivium, ya sabes, la gramática,
la retórica y la lógica. En esto, al parecer, los enemigos de la fe nos
llevan alguna ventaja. Por eso te he mandado llamar.
—Estoy para servir al Señor.
Uno siempre sale airoso con esta fórmula tan socorrida, al menos
eso creía yo.
—No esperaba menos de ti.
Al parecer la fórmula no era tan banal para el abad, pues me
tomaba la palabra.
—Sabes que Su Santidad se hace llamar servus servorum Dei.
Y, sí, estamos para servir al Señor. Me habrás oído decir muchas
veces que el abad de este monasterio es el “más humilde de los
monjes”. No tenía ninguna duda sobre tu entrega conociendo tu
piedad y tu generosidad.
Empezaba a sospechar que tras las palabras del abad se escondía,
si no una duda, al menos algo de incertidumbre, como si
quisiera proponerme una misión que pudiera estar por encima
de mis capacidades.
—Sabes que el mes próximo un contingente de tropas normandas
y aquitanas, bendecidas por nuestro papa Alejandro II,
se dirigirán a Hispania a luchar contra el infiel.
10
Fray Hugo guardó un silencio que me pareció eterno. ¿Acaso
dudaba de mis capacidades? ¿O era más bien el silencio retórico,
ese que se deja entre frase y frase para realzar un mensaje?
—Irás con ellos.
No supe así de primeras si era una orden o un ruego. Claro,
un ruego no, el abad nunca ruega a un monje. Tenemos el voto
de obediencia, y yo había profesado hacía dos años, así que no
había duda.
—No es una orden: sé que un abad, por mucha obediencia
debida que haya en esta casa, nunca puede dar una orden así a
un hermano.
Era obvio: un fraile no está para ir a la guerra. Su cometido
es otro.
—Disponemos de un mes de tiempo para organizar la misión,
hasta que Guillermo tenga la tropa preparada. Quiero saber si
estás dispuesto, porque capacitado ya sé que lo estás. He visto tu
expediente de retórica, y sé que el árabe es tu disciplina favorita.
Me lo ha dicho el hermano gramático, el que llegó hace unos
años de Zaragoza. “Sabe más que yo”, me ha comentado. Iría
él, pero su salud y su edad no se lo permiten. Demasiado obeso
para cruzar esos puertos de montaña. Necesitamos gente fuerte y
capaz como tú. Claro que no guerrearás, ni tan siquiera llevarás
armadura, por supuesto que no, esa no es la misión de un monje.
—¿Qué haré entonces?
—El objetivo militar es la ciudad de Barbastro. Llevarás una
carta que entregarás al cadí, un hombre prudente, llamado Ibn
Isa. Le dirás que tiene que hacerla llegar en persona al rey de Zaragoza.
Te haces invitar a ese viaje y procura ver y oír todo lo que
puedas. En Zaragoza hay un teólogo muy influyente, que es el
destinatario final de esa carta. Tu misión será responder a cuantas
dudas tengan, discutir con ellos y esperar la carta de respuesta.
¿Puedes hacerlo?
—Claro. Estoy a vuestra entera disposición.
11
—Bien, en los próximos días recibirás más detalles de tu cometido.
Respiré hondo: nunca pude imaginarlo. Tras besar su mano,
abandoné la sacristía excitado.
El abad me fue llamando en días sucesivos, dejando gotear
detalles de la expedición. Primero me dio a leer la carta, para
familiarizarme con los argumentos que contenía, y así poder defenderlos
si las circunstancias lo requerían. Me pareció sencilla,
pero llena de fuerza y de autenticidad. Me gustaba que llamase
a su destinatario “querido amigo”. Decía también que Satanás
sufrió una gran derrota debido a la obra de los apóstoles y, al no
poder convencer a la gente del mundo para que volviera a adorar
a los ídolos, decidió engañar a los hijos de Ismael valiéndose de
Mahoma para de ese modo empujar a muchas personas al infierno.
Esto era lo más fuerte. Seguramente que unos musulmanes
convencidos no aceptarían en absoluto eso de que Mahoma es
un instrumento del diablo. Con todo, la carta terminaba expresando
un sincero deseo: que Nuestro Señor Jesucristo asuma la
protección del rey musulmán, garantice su seguridad, le guíe en
su camino y le apoye en la verdadera religión.
En uno de esos días de charla, al darme la mano para despedirme,
el abad me dijo:
—En tus manos está que el rey de Zaragoza abomine del islam
y regrese a la verdadera fe. Se evitará así una guerra espantosa.
—Señor abad, me abruma esta misión.
—Si no te sientes con fuerza…
—No es eso, es que no confío en que esos infieles vayan a volver
así, con una simple carta, a la doctrina verdadera.
El abad respondió con una indescifrable sonrisa. Menos mal,
porque podría haberme recriminado que desconfiara del arte en
que yo era especialista: sería como un médico que no confía en la
medicina. Pero el abad no siguió este hilo, así que me quedé con
las ganas de saber si había escrito esa carta en la confianza de que
12
el rey musulmán pudiera convertirse o simplemente si la manejaba
como una mera estratagema.
Tras esos encuentros con el abad, me hice una idea cabal de
mi cometido, pero en mi interior fue creciendo una duda que se
ha ido agrandando como una bola de nieve: la carta no me parecía
compatible con un ejército armado hasta los dientes. ¿Acaso
quienes llevaban la dirección de las cosas temporales creían que
las buenas palabras debían de ir acompañadas de picas y espadas?
¿Estaba al tanto el abad de esa doblez?
“Un día se lo preguntaré”, me prometía a mí mismo cada vez
que la duda me asaltaba.
Y sí, lo hice, con palabras torpes, que me habrían acarreado
el suspenso de mi profesor de retórica si hubiera estado presente.
El abad me comprendió de inmediato, tan obvia debió de parecerle
mi pregunta.
—Hace unos días me dijiste que no confiabas en que los infieles
se convirtieran con una simple carta.
Me sentí ridículo. La respuesta a la pregunta que tanto me
inquietaba estaba contenida en mis propias palabras. La mirada
del abad me hizo sonrojar.
A la espera del día señalado tuve algunos contactos con fray
Humberto. No solía tratarlo mucho, porque, además de que casi
me doblaba en edad, debía de tener unos cuarenta y cinco, se
ocupaba de los huertos. Tenía a varios hermanos legos a su servicio.
“Gracias a mí no faltan los garbanzos en este convento”, solía
bromear. Lo suyo era la fe del carbonero o más bien lo parecía.
Sabía leer, pero no solía frecuentar el armarium, que es donde se
guardaban los libros. El abad me había dicho que fray Humberto
acompañaría a la tropa, para dispensar los cuidados espirituales.
Cierto que no se requiere demasiada habilidad para administrar
los santos óleos, escuchar una confesión o impartir la absolución
de los pecados.
Hice lo posible para encontrarme con fray Humberto, pero
siempre andaba ocupado. Pude saber que estaba ilusionado con
13
el viaje. Para él era como una expedición de hortelanos en busca
de nuevos conocimientos. Había oído decir que en Barbastro florecía
una huerta rica, que los musulmanes, mal está decirlo, habían
traído plantas comestibles ignoradas en Europa. Tenía más
curiosidad por las investigaciones botánicas que por las aleyas del
Corán. Era el típico fraile que con una mano riega una maceta y
con la otra administra la extremaunción.
Al principio me extrañó que el abad encomendara esta misión
a fray Humberto. Más tarde, en el escenario del cerco de
Barbastro, pude comprobar la oportunidad de esta elección. De
momento, a la espera de salir hacia el campo de batalla, el largo
viaje desde Cluny a Barbastro, las dudas crecían en mi cabeza
junto con una gran excitación. Si no sabía conjugar la carta con
las armas, tampoco sabía encajar la botánica con los cuidados
espirituales a una tropa en lucha contra el infiel. ¡Cuánto me faltaba
por entender!
Mi perplejidad fue en aumento al comprobar que entre los
utensilios que fray Humberto preparaba para el viaje, además de
los santos óleos, el cáliz de celebrar y los ornamentos sagrados,
añadía también tijeras de podar, aperos para los injertos y pequeñas
bolsas para llevar semillas.
Yo con la carta y mis habilidades retóricas ya tenía bastante.
Así de limitado era, y he seguido siéndolo: llevar la carta, eso es
todo, siempre por la vida con un solo fin en el horizonte, o con
un solo fardo a cuestas. Así se llega más lejos, he pensado algunas
veces, y quizá es verdad, pero también lo es que me he perdido
infinidad de cosas que me salían al paso junto al camino. Y no
me he parado a pensar, no me he parado a contemplar lo que
me salía al paso, quizá por temor a que eso que se me ofrecía me
hubiese llevado por otro derrotero. No sé, es la duda que siempre
me acompaña.
El día de la partida del ejército tenía fecha fija: el domingo de
Resurrección. Ese día se celebraría la gran misa para bendecir a la
tropa, y al día siguiente comenzaría la marcha, con sus jefes, los
caballeros, los milites, parásitos, bufones y clérigos. Todos rumbo
14
a Hispania, a una ciudad que la mayoría de los normandos o
aquitanos que formaban en el ejército habían empezado a conocer
de nombre con motivo de esta insólita expedición militar. Yo
mismo era uno de esos ignorantes que había oído por primera
vez el nombre de Barbastro en estas fechas: solo me sonaban las
ciudades de Huesca, Zaragoza o Lérida de la Marca Superior.
Faltaba una semana para la marcha cuando apareció en el monasterio
Robert Crispin. Algunos años mayor que yo, una figura
impresionante por su físico. Su talla moral debía de andar bien
disimulada bajo su cabellera rubia, su cuerpo robusto como el
roble y su altiva mirada. El abad debió de adoctrinarlo porque,
pese a que no congeniaba conmigo ni yo con él, nunca me dirigió
una mala palabra.
El acto de bendición se celebró en la explanada frente a la puerta
principal del monasterio. El abad se presentó ante el ejército
rodeado por todos los monjes profesos para dirigir unas palabras
a los guerreros de Cristo. Me dijo que me colocara a su derecha,
pero ligeramente atrasado, para no restarle preeminencia al prior,
la segunda autoridad del monasterio. Lo hizo así porque quería
que leyese yo parte de la carta del Papa, pues él andaba mal de la
vista y apenas podía leer. Creo que también quería mostrar a los
hermanos que yo tenía algo que ver en todo ese aparato militar.
A una señal del abad, comencé a leer: “A quienes les ha tocado
viajar a Hispania a luchar contra los sarracenos les exhortamos
con caridad paternal a que se ocupen con máximo celo de todo
aquello que han pensado los inspirados por la divinidad para
conseguir el objetivo. Y según sean sus pecados, que cada cual
los confiese a su obispo o padre espiritual, y que se les imponga
la penitencia debida, para que el diablo no pueda acusarlos de ser
impenitentes”. En ese punto yo me callé y el abad terminó de leer
el sorprendente final de la misiva del Papa.
—Ahora escuchad bien –dijo el abad en tono solemne–. La
carta de Su Santidad termina con estas palabras: “Pero Nos, por
la autoridad de los santos apóstoles Pedro y Pablo, les levanta-
15
mos la penitencia y declaramos la remisión de todos sus pecados,
acompañándolos en la oración”.
El abad recordó ante los presentes otra carta dirigida por Su
Santidad a Wifredo, obispo de Narbona, en la que se dice que
“todas las leyes tanto eclesiásticas como seculares condenan el derramamiento
de sangre humana, a no ser que sea para castigar
a alguien en juicio por los crímenes cometidos o que se trate de
una guerra contra los enemigos de la fe, como ocurre con los
sarracenos”.
Tras la lectura, los frailes comenzaron a rezar la letanía y el
abad derramó junto al agua bendita la bendición a todos los presentes
en nombre de Su Santidad.
Un rugido atronador rompió el silencio para aclamar al abad y
al Papa, mientras el grito de muerte a los infieles, al principio difuso,
fue ganando en claridad en boca de aquella multitud afiebrada.
Me volví para ver el rostro del abad, pero solo vi una mirada
fría que me resultó indescifrable. Alcé los ojos y vi que se nublaba
el cielo.
16
II
Pasaron días interminables hasta llegar a Toulouse; no sé cuántos,
tal vez diez o más. La alta misión que tenía encomendada me
ayudaba a soportar esos vientos ofendidos que azotaban desde el
norte con saña, a veces acompañados de chubascos. Soplaban con
tanta furia que costaba creer que no fueran un aviso de Dios contra
la aventura que estábamos emprendiendo. Me impresionaba
la indiferencia con que los caballeros normandos afrontaban la
ira de los hostiles elementos naturales.
En Toulouse, Guillermo de Aquitania y Crispin se dirigieron
hacia Pau para encontrarse con el grueso de sus tropas. Fray
Humberto y yo nos incorporamos a un grupo de caballeros, encabezados
por Arnaud, conde de Cominges. Arnaud nos informó
de que nosotros habíamos tenido suerte, porque íbamos a Barbastro
por el camino más corto.
—Hay que decir –añadía– que, de todas las tropas que pasamos
a Hispania, nosotros deberemos superar el puerto más alto.
Lo llaman el puerto de Plan.
Por lo visto éramos la avanzadilla para preparar en el monasterio
de San Victorián la recepción del ejército. Guillermo no
quería correr ningún riesgo. Eso explica que fray Humberto y yo,
o los negros, que así nos llamaban algunos por el color de nuestro
hábito, fuéramos incluidos en este grupo de vanguardia como la
sección diplomática.
También nos dijo que el contingente más numeroso de tropas,
provisto de algunas máquinas de guerra, atravesaría los Pirineos
por un puerto que llaman el Somport, pero no estoy seguro si
17
por este puerto o por uno próximo, el puerto del Palo, que ya
utilizaban los romanos en sus travesías interpirenaicas.
Desde este momento pasamos a ser el grupo de Cominges,
formado por Arnaud y sus conmilitones y otros caballeros de los
condados del sur de Francia que habían acudido a la llamada de
los clarines de guerra.
Al dejar atrás la ciudad de Toulouse, cesó la lluvia y la furia de
los vientos, y el sol tomó posesión de aquellas tierras verdes surcadas
por vigorosos ríos. El llano apacible dio paso a una pendiente,
suave al principio, y desafiante después. Desde Rioumajou se
observaba la nieve fúlgida en las cimas de los montes, imagen de
sin igual pureza.
Encabezaba el ascenso Arnaud con dos de sus hombres. Detrás
íbamos los frailes y después todos los demás, los caballeros
con sus pajes y criados. Las cuestas tan pronunciadas impedían
que los hombres pudieran montar a caballo. A medida que se
empinaba el camino, cesaba el murmullo de la gente. El silencio
subrayaba las enérgicas pisadas de los caballos, acompañadas del
sonoro resoplido de sus ollares. Algún extraño acicate aguijaba a
la tropa por aquellas faldas casi verticales por las que serpenteaba
un camino amplio, testigo de un intenso trasiego entre los pueblos
de las dos vertientes de la cordillera. Las bostas recientes así
lo atestiguaban.
Yo caminaba detrás de Humberto, al que se le iban los ojos
de vez en cuando tras alguna de esas raras florecillas que les gusta
sonreír cerca de las conchestas.
—Ahí donde las ves, parecen tan débiles, pero son más fuertes
que nosotros. ¿Sobrevivirías tú en estas noches gélidas de la montaña?
Pues ahí las tienes, cantando la gloria del Señor. ¡Cuanto
más efímeras, más hermosas!
En un momento, tras unos matorrales no pudo resistirse y se
apartó del camino. Yo le seguí: me costó ver que estaba contemplando
unas florecillas de un blanco más puro y fúlgido que la
nieve. Se encontraban en un matorral en medio de un bosque
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de hayas. Parecía como si hubieran asaltado el cielo en busca del
astro sol tras haber perforado una tupida capa de hojarasca y herbaje.
Un tallo verde de apariencia frágil sostiene con orgullo una
sola flor de tres hojas.
—Tiene la forma de una campanilla, pero recibe el nombre
de perforanieves.
Sentí un poco de vergüenza al darme cuenta de que fray
Humberto caminaba con más frescura que yo, que comenzaba
a notar cansancio en las piernas. También percibí con un cierto
desencanto lo lejos que está un botánico como Humberto de un
retórico como yo. Y todavía peor, si no hubiera ido acompañado
de Humberto, habría pasado por allí sin contemplar la belleza
de esas frágiles florecillas que nacían de un potente bulbo enterrado
durante todo el año para engendrar esos efímeros poemas,
que emergían del fondo de la tierra durante un breve tiempo
ad maiorem Dei gloriam. Me consolé pensando que tal vez, así
como el retórico no está preparado para captar la gloria de esas
flores diminutas y humildes, del mismo modo el botánico tendrá
dificultad para saborear la belleza de un poema o la luminosa
evidencia de un argumento válido.
Cuando ya terminó la zona de bosque, después de ascender
unas interminables curvas del camino, que los nativos llaman
curvas de Cabalera, con un sol radiante y el cielo limpio de nubes,
Arnaud ordenó parar. Habríamos caminado desde Tramezaïgues
más de dos horas.
Los frailes, Humberto y yo, no llevábamos mochila con nuestros
alimentos del día. Iban cargados en el caballo de Arnaud, con
la comida de los nobles, mientras que los pajes y criados llevaban
cada uno la ración en su morral. Al llegar al lugar donde pernoctábamos,
había un rancho caliente, donde también se guardaban
las distancias entre los nobles y la tropa.
El descenso desde el puerto es largo, pero plácido. Se camina
un largo trecho junto al río, el camino alterna las orillas según
manda el terreno. Hay cascadas y congostos que exaltan el rumor
de las aguas. Humberto me iba tomando afecto, tal vez por la
19
atención que yo ponía cuando él hablaba de las plantas y las flores.
En un descanso, Arnaud nos preguntó si nos sentíamos bien.
Le dijimos que sí, por deferencia, pues no teníamos confianza
con él.
—Ardo en deseos de vestirme ese traje –señalaba la armadura
cargada en su caballo– y matar infieles a mansalva.
Mientras hablaba así, recibía la adhesión de otros compañeros
que lo rodeaban.
Al reemprender el camino vi a Humberto con mala cara.
—Que se maten, allá ellos –dijo con rostro avinagrado–. La
guerra no es lo mío.
Era un hombre de ciencia: cualquier monje se lo habría pensado
dos veces en hacer semejantes confesiones a un compañero.
Si se me ocurría decírselo al abad, fray Humberto tendría los días
contados en el monasterio, pero él no se regía por cálculos de este
tipo.
Llegamos a Plan antes del anochecer. Ya solo hubo tiempo
para cenar y colocar a los pajes y sirvientes en pajares. No había
habitaciones para todos.
Nosotros dos nos alojamos con el rector de Plan. Arnaud y
los otros jefes se hospedaron en la casa del señor del lugar. A Fray
Humberto le llamaron la atención unas yerbas que nos sirvieron
como primer plato en la cena. El botánico nunca descansaba.
—Son diente de león, aquí las llamamos chicoinas –el rector
no era del lugar, pero se conocía bien las pequeñas delicias que
ofrecía la tierra–. Son un verdadero regalo de Dios: salen solas
por las praderas, sin necesidad de dedicarles ningún cuidado.
Esa noche, Humberto me pidió un favor. Al día siguiente,
antes de partir, se celebraría la misa. Los rectores de los pueblos
del valle, que se llama valle de Chistau, arengarían a la tropa,
como ocurría siempre. Y aquí venía el favor: él tenía que hablar
en nombre del abad de Cluny.
20
1
Adónde vamos
Ana Tena Puy
2 Reloj de bolsillo
Chusé Inazio Nabarro
3 Quimeras estivales y otras prosas
volanderas
Jesús Moncada
4 El cura de Almuniaced
José Ramón Arana
5 Tren de la Val de Zafán
Libro Colectivo de relatos
6 Allí donde el viento sopla para agitar las
hojas de los árboles
Chusé Inazio Nabarro
7 El libro de Catòia
Joan Bodon
8 El juguete rabioso
Roberto Arlt
9 Licantropía
Carles Terès
10 En medio de la nada
Yevgueny Zamiatin
11 El último héroe
Henrik Tikkanen
12 Mañana fue la guerra
Boris Vasiliev
13 Aniko del clan Nogo / Musgo blanco
Anna Nerkagui
14 Se nubla el cielo .
Barbastro, 1064. La primera cruzada
José Solana Dueso
Se nubla el cielo. Barbastro, 1064. La primera cruzada. La
novela narra la peripecia de tropas francas que, con la
bendición del papa Alejandro II, se dirigen a Hispania a
combatir al sarraceno. Sus jefes, Guillermo de Aquitania y
el normando Roberto Crispin, se reunirán en Graus con
las tropas de Armengol de Urgel y con las aragonesas de
Sancho Ramírez con el objetivo de conquistar la ciudad
de Barbastro en la primera guerra santa convocada por la
jerarquía cristiana.
La novela entrelaza el relato militar con otro episodio
histórico muy poco conocido: el intercambio epistolar entre
personajes eminentes de la corte musulmana de al-Muqtádir
de Zaragoza y un anónimo “monje de Francia”, que
algunos estudiosos identifican con el abad Hugo de Cluny.
Rogerius, un joven monje cluniacense, es el encargado de
hacer llegar la carta a la corte musulmana de Zaragoza.
La novela está contada en primera persona por Rogerius,
que tiene que enfrentarse a los mandos militares para
conseguir que la carta que le ha confiado el abad llegue a
su destino. La dialéctica entre la espada y la palabra, que
permea toda la novela, acaba para desgracia de toda la
humanidad con el triunfo de la primera, aunque Rogerius
se encarga de poner a los belicistas ante su propia miseria y
su falta de razón.
La amistad de Rogerius con Arián, un joven de Plan que
se une a la expedición, convierte el relato en una novela
iniciática, donde los dos muchachos conocen los horrores
de la guerra, el amor y la amistad.
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