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Ready Player One - Ernest Cline

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camiones conducidos por PNJ pasaban despacio por calles sombreadas; antiguallas

que consumían litros y más litros de gasolina: Trans-Ams, Dodge Omnis, IROC

Z28s, y K-Cars. Pasé por delante de una gasolinera y un cartel anunciaba que cuatro

litros de gasolina costaban sólo noventa y tres centavos de dólar.

Estaba a punto de enfilar la calle de Halliday cuando oí una fanfarria de

trompetas. Levanté la vista hasta La Tabla de Puntuación, que mantenía abierta en

una esquina del visualizador.

Art3mis lo había conseguido.

Su nombre aparecía inmediatamente debajo del mío. Tenía nueve mil puntos; mil

menos que yo. Al parecer, yo había recibido esa propina por ser el primer avatar en

obtener la Llave de Cobre.

Por primera vez fui consciente de todas las implicaciones de aquella Tabla: a

partir de ese momento, su existencia no sólo permitiría a los gunters seguir la pista

del avance de los demás, sino que también mostraría al mundo quiénes eran los que la

encabezaban en un momento dado, lo que crearía, de paso, famosos instantáneos (y

objetivos urgentes de batir).

Yo sabía que, en ese preciso instante, Art3mis debía de estar observando su copia

de la Llave de Cobre, leyendo la pista que llevaba grabada en su superficie. Estaba

seguro de que sería capaz de descifrarla tan deprisa como lo había hecho yo. De

hecho, lo más probable era que ya se encontrara camino a Middletown.

Volví a ponerme en marcha. Sabía que sólo contaba con una hora de ventaja sobre

ella. Tal vez menos.

Al llegar a la avenida Cleveland, la calle de aceras cuarteadas donde Halliday se

había criado, aceleré el paso hasta alcanzar los primeros peldaños de la casa de su

infancia. Su aspecto externo era idéntico al de las fotografías que había visto: un

edificio modesto de estilo colonial, de dos plantas, con fachada revestida de vinilo

rojo. Dos sedanes Ford de finales de los setenta estaban aparcados en el camino que

conducía hasta ella, uno de ellos sin ruedas, montado sobre unos ladrillos de

hormigón.

Mientras contemplaba la réplica de la casa que Halliday había creado, intentaba

imaginar cómo habría sido crecer en un lugar como ése. Había leído que en la

Middletown real, la de Ohio, todas las casas de la calle habían sido derribadas a

mediados de los noventa para poder construir una avenida comercial. Pero Halliday

había preservado su infancia para siempre en Oasis.

Subí corriendo hasta la puerta, entré y me encontré en un salón. Conocía bien

aquel espacio, porque aparecía en Invitación de Anorak. Reconocí al momento las

paredes forradas de madera, la moqueta naranja descolorida, los muebles chillones,

que parecían sacados de alguna tienda de segunda mano de la era de la música disco.

La casa estaba vacía. Por algún motivo, Halliday había decidido no colocar

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