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Ready Player One - Ernest Cline

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—¿Quién coño eres tú? —exigió saber la silueta.

Por la voz, parecía una mujer joven. Una mujer joven con ganas de pelea.

Como yo no respondía, un avatar femenino curvilíneo abandonó las sombras y

fue alcanzado por la luz inconstante de la linterna. Tenía el pelo negro azabache y

muy corto, como Juana de Arco, y parecía tener diecinueve o veinte años. Cuando se

acercó más me di cuenta de que la conocía. La verdad es que no nos habíamos visto

nunca, pero la reconocí por las muchas fotos que llevaba años colgando en su blog.

Era Art3mis.

Llevaba una armadura de escamas metálicas que parecía más de ciencia ficción

que de fantasía. En unas cartucheras atadas por debajo de las caderas tenía metidas

dos pistolas de rayos y, cruzada a la espalda, enfundada, una espada élfica curva.

Tenía las manos cubiertas por mitones de carreras estilo Road Warrior y se cubría los

ojos con unas gafas de sol Ray-Ban clásicas. Su aspecto general pretendía emular el

de la típica chica postapocalíptica ciberpunk de mediados de los ochenta. Y

conseguía el efecto deseado, al menos conmigo. Y con creces. Estaba buenísima.

A medida que se acercaba a mí, los tacones de sus botas remachadas de combate

resonaban en el suelo de piedra. Se detuvo a una distancia que impedía que la

alcanzara con la espada, pero no desenvainó la suya. Lo que sí hizo fue levantarse las

gafas de sol y apoyarlas en la frente de su avatar —en un gesto de gran afectación,

pues éstas no modificaban la visión de los jugadores—, y mirarme de arriba abajo,

repasándome con parsimonia.

Mi asombro transitorio me dejó sin habla. Para salir de aquella parálisis, me

recordé a mí mismo que la persona que manejaba aquel avatar no tenía por qué ser ni

siquiera una mujer. La chica, de la que llevaba tres años «cibernéticamente colgado»,

podía ser un gordo peludo llamado Chuck. Una vez invocada la imagen que rebajaba

expectativas, pude concentrarme en mi situación y en la pregunta que, en aquellas

circunstancias, se imponía: «¿Qué estaba haciendo ella allí?» Tras cinco años de

búsqueda, me parecía más que improbable que los dos hubiéramos descubierto el

escondite de la Llave de Cobre exactamente la misma noche. Demasiada

coincidencia.

—¿Te ha comido la lengua el gato? —insistió—. Te he preguntado quién-coñoeres.

Yo, como ella, llevaba apagada la etiqueta con mi nombre por razones evidentes:

no quería que me identificaran y mucho menos en aquellas circunstancias. ¿Es que no

pillaba la indirecta?

—Saludos —dije, con una ligera reverencia—. Soy Juan Sánchez Villa-Lobos

Ramírez. —Contesté, como lo habría hecho Sean Connery.

www.lectulandia.com - Página 84

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