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Ready Player One - Ernest Cline

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el tesoro y los objetos mágicos aparecerían de nuevo.

Pulsé el icono de «grabar», situado en una esquina de la visualización, para que

todo lo que sucediera a partir de ese momento quedara almacenado en el archivo de

vídeos y yo pudiera reproducirlo y estudiarlo más tarde. Pero, al hacerlo, me apareció

un mensaje que decía: «GRABACIÓN NO AUTORIZADA». Al parecer, Halliday

había desactivado las grabaciones en el interior de la tumba.

Aspiré hondo, levanté la espada y planté el pie derecho en el primer peldaño del

estrado. Al hacerlo se oyó una especie de crujir de huesos, coincidiendo con el

momento en que, muy despacio, Acererak levantaba la barbilla. Los rubíes de sus

ojos empezaron a emitir un resplandor rojo intenso. Retrocedí varios pasos, temiendo

que descendiera de un salto y me atacara. Pero no se levantó del trono. Lo que hizo

fue bajar la cabeza e inmovilizarme con su mirada glacial.

—Saludos, Parzival —dijo con voz ronca—. ¿Qué es lo que buscas?

Aquello me pilló por sorpresa. Según el módulo, el cadáver viviente no hablaba.

Se suponía que sólo debía atacar, no dejarme más salida que matarlo o huir para

ponerme a salvo.

—Busco la Llave de Cobre —le respondí. Y entonces recordé que me estaba

dirigiendo a un rey, por lo que al momento bajé la cabeza, hinqué una rodilla en el

suelo y añadí—: Majestad.

—Por supuesto —dijo Acererak mientras me hacía una seña para que me pusiera

de pie—. Y has venido al sitio adecuado. —Se levantó y su piel momificada crujió

como el cuero viejo.

Yo agarré la espada con más fuerza, pues todavía temía un ataque.

—¿Y cómo sé yo que eres digno de poseer la Llave de Cobre? —me preguntó.

«Mierda.» ¿Cómo se suponía que debía responder a eso? ¿Y si le daba una

respuesta incorrecta? ¿Me succionaría el alma y me calcinaría?

Me estrujé el cerebro para dar con una respuesta apropiada, pero lo único que se

me ocurrió fue:

—Permíteme demostrar que lo soy, noble Acererak.

El cadáver viviente soltó entonces una risotada larga e inquietante que resonó por

toda la sala.

—¡Muy bien! —dijo—. Demostrarás tu valor enfrentándote a mí en una justa.

Yo no había oído jamás que un rey cadáver retara a alguien a una justa. Y menos

en una cámara funeraria subterránea.

—Está bien —acepté, poco convencido—. Pero para eso no hacen falta caballos.

—Caballos, no —respondió él, alejándose de su trono—. Pájaros.

Señaló el trono con una mano esquelética. Hubo un fugaz destello de luz,

acompañado de un efecto sonoro de transformación (que, estaba bastante seguro de

ello, estaba tomado de los dibujos animados de Los superamigos). El trono se

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