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Ready Player One - Ernest Cline

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Cuando me cubrí con aquella cota de malla mágica, ésta menguó para adaptarse a

la perfección al cuerpo de mi avatar. Su brillo cromado me recordaba al de las que

llevaban los caballeros de Excalibur. Lo cierto es que llegué a cambiar mi visión

durante unos segundos para admirar lo guapo que estaba mi avatar con ella.

Cuanto más avanzaba, más seguro de mí mismo me sentía. La forma y el

contenido de la tumba seguía coincidiendo exactamente con la descripción del

módulo, incluso en el menor detalle.

Hasta que llegué a la Sala Hipóstila del Trono.

Se trataba de una cámara cuadrada, espaciosa, de techo alto, sostenido por gran

cantidad de inmensas columnas de piedra. En su extremo más alejado se alzaba un

enorme estrado y sobre él se destacaba el trono de obsidiana con incrustaciones de

calaveras de plata y marfil.

Aunque todo coincidía con la descripción del módulo, existía una gran diferencia:

se suponía que el trono debía de estar vacío, pero no lo estaba. El cadáver viviente

Acererak se sentaba en él y me observaba fijamente, en silencio. Sobre su cabeza

medio putrefacta reposaba una corona de oro polvorienta. Su aspecto era el mismo

que el de la cubierta del módulo original de «La Tumba de los Horrores» pero, según

el texto, Acererak no debía de encontrarse allí, sino esperando en una cámara

funeraria situada en las profundidades de la mazmorra.

Me planteé la posibilidad de salir corriendo, pero la descarté. Si Halliday había

colocado al zombi en aquella estancia, tal vez hubiera situado también en ella la

Llave de Cobre. Debía averiguarlo.

Avancé hasta el borde del estrado. Desde ahí vi con más claridad el cadáver

viviente. Sus dientes eran dos hileras de diamantes puntiagudos dispuestos como una

sonrisa sin labios, y en las órbitas de los ojos había alojados dos grandes rubíes.

Por primera vez desde que había entrado en la tumba no estaba seguro de qué

debía hacer a continuación.

Mis posibilidades de sobrevivir a un combate cuerpo a cuerpo con el monstruo

eran nulas. Mi triste Espada Llameante a+1 no lo afectaría en absoluto y los dos

rubíes mágicos de sus ojos tenían el poder de arrebatarle la vida a mi avatar y

matarme al instante. Ni siquiera un equipo de seis o siete avatares del nivel más alto

habría tenido fácil derrotarlo.

En silencio deseé (y no sería la última vez) que Oasis fuera como un juego de

aventuras antiguo donde yo pudiera darle a «salvar» y conservar mi posición. Pero no

lo era; aquella opción no existía. Si mi avatar moría allí, tendría que empezar de

nuevo partiendo de cero. Pero no tenía sentido dudar a esas alturas. Si el zombi me

mataba, yo regresaría a la noche siguiente y lo intentaría de nuevo. La tumba entera

se reiniciaría cuando el reloj del servidor de Oasis marcara las doce de la noche. Y si

lo hacía, todas las trampas ocultas que yo había desactivado se reiniciarían también y

www.lectulandia.com - Página 76

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