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Ready Player One - Ernest Cline

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horrores» y empecé a leerlo de nuevo, página a página. Lo hice despacio, a

conciencia, porque estaba casi seguro de que contenía una descripción detallada de

todo lo que estaba a punto de encontrarme.

«En los lejanos confines del mundo, bajo una colina perdida y solitaria —se leía

en la introducción del módulo— yace la siniestra Tumba de los Horrores. Esta cripta

laberíntica está llena de trampas terribles, monstruos raros y feroces, tesoros ricos y

mágicos y, en ella, en alguna parte, se encuentra el malvado cadáver viviente.»

Aquella última parte me preocupaba. Un cadáver viviente era una especie de

zombi, por lo general un hechicero o un rey muy poderoso que, recurriendo a la

magia para mantener su intelecto unido a su propio cadáver reanimado, alcanzaba una

forma pervertida de inmortalidad. Yo me había encontrado con cadáveres vivientes en

muchísimos videojuegos y novelas de fantasía. Y era mejor evitarlos a toda costa.

Estudié el mapa de la tumba y las descripciones de sus muchas estancias. La

entrada al sepulcro quedaba enterrada en un costado de un precipicio medio

derrumbado. Un túnel conducía hasta un laberinto de treinta y tres salas y cámaras,

todas atestadas de gran variedad de monstruos malísimos, trampas mortales y tesoros

(casi siempre malditos). Si, por lo que fuera, uno lograba sobrevivir a las trampas y

no se perdía en el laberinto, al final llegaba a la cripta de Acererak, el cadáver

viviente. Su aposento estaba lleno de tesoros, pero si los tocabas, el rey Acererak,

esqueleto viviente, aparecía y te daba una paliza. Si, gracias a algún milagro, lograbas

derrotar al zombi, podías llevarte su tesoro y salir de la mazmorra. La búsqueda

habría culminado con éxito. Misión cumplida.

Si Halliday había recreado la Tumba de los Horrores tal como se describía en el

módulo, yo acababa de meterme en un gran lío. Mi avatar era un pardillo de nivel 3

sin armas mágicas y con veintisiete miserables vidas. Casi todas las trampas y los

monstruos descritos en el módulo podían matarme fácilmente. Y si, por algún motivo,

conseguía vencerlos y llegar a la cripta, el poderosísimo cadáver viviente me

liquidaría en cuestión de segundos; bastaba con que lo mirara.

En cualquier caso, contaba con algunos elementos a mi favor. En primer lugar, no

tenía gran cosa que perder. Si mi avatar moría, perdería mi espada, mi escudo y mi

armadura de cuero, además de los tres niveles que había conseguido alcanzar en los

años anteriores. Tendría que crearme un nuevo avatar de nivel 1, que aparecería allí

donde me había conectado por última vez, es decir, frente a mi taquilla del colegio.

Pero, una vez allí, siempre podía volver a la tumba e intentarlo de nuevo. Una y otra

vez. Cada noche. Acumular puntos de experiencia y subir de nivel hasta averiguar,

finalmente, dónde se escondía la Llave de Cobre. (No existía nada parecido a una

copia de seguridad de los avatares. Los usuarios de Oasis sólo podían disponer de un

avatar a la vez. Los hackers usaban visores modificados para trucar sus patrones de

retina y crear segundas cuentas. Pero si los pillaban, los expulsaban de Oasis para

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