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Ready Player One - Ernest Cline

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Sorrento observó la escena y nos dedicó otra sonrisa. Al hablar, su voz llegaba

amplificada por unos altavoces instalados en los tanques y los cazas, lo que le

permitía transmitir su mensaje a los presentes en la zona. Y como había cámaras y

reporteros de los principales canales de noticias, yo sabía que sus palabras iban a ser

transmitidas a todo el mundo.

—Bienvenidos al Castillo de Anorak —dijo Sorrento—. Os esperábamos. —

Dibujó un gesto amplio con la mano, señalando con ella a la multitud airada que lo

rodeaba—. Debo admitir que nos ha sorprendido un poco la cantidad de gente que se

ha congregado aquí hoy. Pero a estas alturas ya debe de resultar bastante obvio,

incluso para el más ignorante de vosotros, que no hay nada que pueda traspasar

nuestro escudo.

Su declaración fue recibida con un rugido ensordecedor de amenazas, insultos y

obscenidades diversas. Yo aguardé un momento antes de alzar mis dos manos de

robot, pidiendo calma. Una vez que algo parecido al silencio se hizo entre los

congregados, conecté el canal de comunicación público, lo que tuvo el mismo efecto

que si hubiera conectado un sistema de megafonía gigante. Bajé el volumen de mis

auriculares para evitar acoplamientos y dije:

—Se equivoca, Sorrento. Nosotros vamos a entrar. A mediodía. Todos nosotros.

Otro rugido se elevó entre los gunters. Sorrento no se molestó siquiera en esperar

a que se callaran.

—Podéis intentarlo, si queréis —añadió, sin dejar de sonreír.

Y entonces sacó un objeto de su inventario y lo colocó en el suelo, frente a él.

Amplié la imagen para ver mejor y noté que se me agarrotaba la mandíbula. Se

trataba de un robot de juguete. Un dinosaurio bípedo con piel de armadura y dos

grandes cañones montados sobre los hombros. Lo reconocí de inmediato de varias

películas japonesas de finales del siglo pasado.

Era Mechagodzilla.

—¡Kiryu! —gritó Sorrento, con la voz amplificada.

Al sonido de su orden, el pequeño robot creció hasta alzarse casi tanto como el

propio Castillo de Anorak, dos veces más que los robots «gigantes» que nosotros

pilotábamos. La cabeza blindada de aquel lagarto mecánico rozaba prácticamente lo

alto del escudo protector esférico.

Un silencio temeroso se extendió entre la multitud, seguido de un murmullo de

reconocimiento de los miles de gunters presentes. Todos sabían quién era aquel

coloso metálico. Y que era probable que resultara indestructible.

Sorrento se introdujo en el mecano a través de la puerta de acceso, situada en uno

de sus talones. Segundos después, los ojos de la bestia empezaron a emitir unos

destellos intensos, amarillentos. Echó hacia atrás la cabeza, abrió sus fauces y dejó

escapar un rugido metálico, desgarrador.

www.lectulandia.com - Página 308

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