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Ready Player One - Ernest Cline

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Me di cuenta de que Halliday había añadido un viejo reproductor de cintas de

ocho pistas y de que a mi derecha había varios casetes. Agarré uno al azar y lo metí

en la ranura. Por los altavoces internos y externos del robot empezó a sonar Dirty

Deeds Done Dirt Cheap, de AC/DC, a un volumen tan exagerado que la silla en la

que iba sentado empezó a vibrar.

Tan pronto como el robot se alejó del hangar, grité en dirección al brazalete:

«¡Cambio a Marveller!» (las órdenes de voz sólo parecían funcionar si se gritaban).

Las piernas, los brazos y la cabeza del robot se plegaron hacia dentro y quedaron

recogidas en nuevas posiciones, transformando el robot en una nave espacial

conocida como Marveller. Finalizada la metamorfosis, abandoné la órbita de Falco y

puse rumbo a la puerta estelar más cercana.

Cuando salí de ella, en el Sector 10, la pantalla de mi radar se iluminó como un

árbol de Navidad. Miles de vehículos espaciales de todos los modelos y las marcas

pululaban a mi alrededor, por la negrura estrellada; desde naves unipersonales hasta

cargueros gigantes del tamaño de la Luna. Nunca había visto tantas naves en un

mismo lugar. Un flujo constante de vehículos abandonaba la puerta estelar, mientras

otros convergían en la zona desde distintos puntos del firmamento. Poco a poco,

todos se encontraban y se agrupaban en una larga y desigual caravana de naves que se

dirigían a Ctonia, una esfera diminuta, marrón azulada, suspendida en la distancia.

Era como si todas y cada una de las personas conectadas a Oasis se estuvieran

dirigiendo al Castillo de Anorak. Sentí un breve estallido de entusiasmo, a pesar de

saber que la advertencia de Art3mis era, probablemente, muy cierta, y que la mayoría

de aquellos avatares se habían congregado allí sólo para presenciar el espectáculo y

no tenían la menor intención de arriesgar sus vidas para luchar contra los sixers.

Art3mis. Después de tanto tiempo, en ese preciso instante se encontraba en una

cabina a escasos metros de mí. La mera idea debería de haberme aterrado, pero lo

cierto era que sentía una especie de calma zen que me invadía por dentro: pasara lo

que pasase en Ctonia, todo lo que había arriesgado, a esa altura, había merecido la

pena.

Devolví a la Marveller a su configuración de robot y me uní al largo desfile de

naves espaciales. La mía se destacaba en medio de toda aquella gran diversidad, pues

era la única con forma de robot gigante. Al poco tiempo, a mi alrededor se formó una

nube de naves de menor tamaño, pilotadas por avatares curiosos que deseaban

contemplar de cerca el Leopardon. Tuve que desconectar mi intercomunicador,

porque todo el mundo parecía querer pararme para preguntarme de dónde había

sacado esa maravilla.

A medida que el planeta Ctonia iba haciéndose mayor en la ventanilla de la

cabina de mando, la densidad y el número de naves que me rodeaban parecía crecer a

un ritmo acelerado. Cuando al fin penetré en la atmósfera del planeta e inicié el

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