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Ready Player One - Ernest Cline

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—Me encanta oírlo —dijo, sinceramente complacido—. Mi esposa y yo

estábamos muy orgullosos de esos juegos. Me alegra mucho que conserves buenos

recuerdos de ellos.

Doblamos una esquina y Hache y yo nos quedamos de piedra al contemplar la

entrada de una sala gigantesca donde se sucedían hileras y más hileras de videojuegos

antiguos. Supusimos que debía de tratarse de la colección de clásicos de Halliday, la

que había heredado Morrow tras su muerte. Og miró hacia atrás, vio que nos

habíamos rezagado junto a la entrada, y retrocedió para sacarnos de allí.

—Os prometo que más tarde os ofreceré una visita guiada, cuando todo este lío

haya terminado —dijo, respirando con cierta dificultad.

Teniendo en cuenta su edad y tamaño, se movía bastante deprisa. Nos hizo

descender por una gran escalera de caracol, de piedra, hasta un ascensor que nos llevó

varios pisos más abajo, hasta un sótano. Allí la decoración era mucho más moderna.

Lo seguimos a través de una serie de pasillos enmoquetados hasta alcanzar un panel

con siete puertas circulares, todas ellas numeradas.

—¡Ya hemos llegado! —dijo, señalándolas con la antorcha—. Aquí están mis

equipos de inmersión de Oasis. Son de la marca Habashaw, de última generación.

OIR-Noventa-Cuatrocientos.

—¿Noventa-Cuatrocientos? ¿En serio? —Hache soltó un silbido—. ¡Qué fuerte!

—¿Dónde están los otros? —pregunté yo, mirando a mi alrededor, nervioso.

—Art3mis y Shoto ya están instalados en las cabinas dos y tres —me respondió

—. La uno es la mía. Vosotros dos podéis disponer de las otras.

Miré las puertas, preguntándome tras cuál de ellas se encontraría Art3mis.

Og señaló el fondo del pasillo.

—Encontraréis trajes hápticos de todas las tallas en el vestidor. ¡De modo que a

vestirse y a conectarse!

Sonrió de oreja a oreja cuando nos vio salir de los vestidores minutos después,

cubiertos con nuestros flamantes trajes y guantes.

—¡Excelente! —dijo—. Y ahora, escoged cabina y conectaos. ¡El tiempo

apremia!

Hache se volvió para mirarme. Me di cuenta de que quería decirme algo, pero

parecía que no le salían las palabras. Transcurridos unos segundos, extendió la mano

enguantada. Yo se la estreché.

—Buena suerte, Hache —dije.

—Buena suerte, Zeta —replicó ella que, volviéndose hacia Og, añadió—: Gracias

una vez más, Og.

Y sin darle tiempo a nada, se puso de puntillas y le plantó un beso en la mejilla,

antes de desaparecer tras la puerta de la cabina cinco, que se cerró a su paso,

emitiendo un leve silbido.

www.lectulandia.com - Página 301

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