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Ready Player One - Ernest Cline

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había logrado, que había pasado una semana entera unas pocas plantas por debajo de

su oficina.

Dediqué las horas siguientes a equipar a mi avatar y a prepararme mentalmente

para lo que estaba por venir. Como me sentía agotado y se me cerraban los ojos,

decidí echar una cabezada mientras esperaba a que llegara Hache. Desactivé la

función de desconexión automática de mi cuenta, y me eché hacia atrás en la silla

háptica, tapado con mi chaqueta nueva, a modo de manta, sosteniendo con fuerza la

pistola que acababa de comprar.

Me desperté sobresaltado, poco después, al oír la llamada de Hache, que me

informaba de que ya estaba afuera. Me levanté de la silla, recogí mis cosas y devolví

el equipo en el mostrador. Al salir a la calle me di cuenta de que había anochecido. El

aire polar cayó sobre mí como un cubo de agua helada.

La diminuta casa rodante de Hache se encontraba aparcada a pocos metros, en la

acera. Se trataba de un SunRider color café, de unos seis metros de largo y al menos

dos décadas de antigüedad. Un entramado de placas solares cubría el techo y casi

toda la carrocería, por lo demás muy oxidada. Las ventanas estaban tintadas de negro

y me impedían ver el interior.

Aspiré hondo y crucé la calle cubierta de nieve medio derretida, invadido por una

mezcla de temor y emoción. Cuando me acerqué al vehículo una de las puertas

correderas del lado derecho, en el centro, se abrió y una escalera se deslizó hasta el

suelo. Subí al coche y la puerta corredera se cerró al momento. Había accedido a la

pequeña cocina de la casa rodante. Estaba en penumbra, su única iluminación

provenía de los focos ocultos en el suelo enmoquetado. A mi izquierda, al fondo,

estaba el área del dormitorio, que encajaba sobre el compartimento de las baterías de

la casa rodante. Me di la vuelta, crucé la cocina oscura y descorrí la cortina que

separaba el espacio habitable de la cabina del conductor.

Y allí descubrí, sentada al volante, a una robusta joven afroamericana que

mantenía la mirada fija al frente. Tenía aproximadamente mi misma edad, el pelo

corto y rizado, y una piel color chocolate que parecía iridiscente, iluminada por las

luces tenues del salpicadero. Llevaba una camiseta vintage de concierto 2112 de

Rush, cuyos números oscilaban amoldándose a la forma de su generoso pecho.

También tenía puestos unos vaqueros y unas botas de combate viejas, con tachuelas.

Aunque la temperatura era agradable en el interior de la cabina, ella parecía temblar.

Permanecí un momento en silencio, de pie, contemplándola, esperando a que me

demostrara de algún modo que sabía que me encontraba allí. Finalmente se volvió y

me dedicó una sonrisa, y yo la reconocí al momento: era el mismo rictus de gato de

Cheshire que había visto miles de veces dibujado en el rostro del avatar de Hache,

durante las incontables noches que habíamos pasado juntos en Oasis, explicándonos

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