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Ready Player One - Ernest Cline

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Mi avatar se materializó frente a mi taquilla, en la segunda planta del instituto, el

lugar exacto en el que me encontraba cuando salí la noche anterior.

Miré a un lado y a otro del pasillo. Mi entorno virtual parecía casi real (pero no

por completo). El entorno, en el interior de Oasis, se presentaba detalladamente, en

tres dimensiones. Si no te detenías a examinarlo con más atención, olvidabas

fácilmente que cuanto veías estaba generado por ordenador. Y eso con mi consola

Oasis, la que entregaban en la escuela, que era una mierda. Había oído que si

accedías a la simulación con un equipo de inmersión de última generación, resultaba

prácticamente imposible diferenciar Oasis del mundo real.

Toqué la puerta de la taquilla, que se abrió emitiendo un tenue sonido metálico.

La tenía muy poco decorada por dentro: una foto de la princesa Leia posando con una

pistola de rayos y otra de los Monty Python con sus disfraces de Los caballeros de la

mesa cuadrada. Y la portada de la revista Time en la que aparecía James Halliday.

Me incorporé un poco y rocé los libros de texto del estante superior, que se

desvanecieron para reaparecer en el inventario de artículos de mi avatar.

Además de aquellos libros de texto, mi avatar contaba apenas con unas pocas

pertenencias: una linterna, una espada corta de hierro, un escudo pequeño de bronce y

una armadura hecha de tiras de cuero. Ninguno de los artículos tenía poderes mágicos

y todos eran de mala calidad, pero eran los únicos que había podido permitirme. En

Oasis, los productos costaban lo mismo que las cosas del mundo real (en ocasiones

incluso más), además de que no podías usar vales de comida para pagar por ellos. En

Oasis, la divisa era el «crédito», que en aquellos tiempos de incertidumbre se había

convertido en una de las más estables del mundo, más cotizada que el dólar, la libra,

el euro o el yen.

Había un espejo pequeño fijado a la puerta de la taquilla y, en el momento de

cerrarla, vi fugazmente el rostro de mi yo virtual. Había diseñado la cara y el cuerpo

de mi avatar para que se parecieran más o menos a mí. Su nariz, eso sí, era

ligeramente más pequeña y era más alto que yo. Y más delgado. Y más musculado. Y

sin acné juvenil. Pero dejando de lado esos detalles sin importancia, resultábamos

bastante parecidos. El estricto código de indumentaria de la escuela exigía que todos

los avatares adoptaran apariencia humana, que fueran del mismo sexo y edad que el

estudiante real a quien encarnaban. Allí no estaban permitidos los unicornios

demoníacos hermafroditas bicéfalos. Al menos no dentro de las instalaciones.

Podías bautizar a tu avatar con el nombre que quisieras, siempre que no hubiera

otro igual. Es decir, debías escoger un nombre que nadie hubiera escogido antes que

tú. El nombre de tu avatar debía figurar también en tu dirección de correo electrónico

y en tu identificación para chatear, por lo que lo mejor era que fuera un nombre

www.lectulandia.com - Página 29

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