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Ready Player One - Ernest Cline

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armas apuntando a mi rostro. Pero allí sólo había un grupo de mandos medios de IOI,

que esperaban subir. Los contemplé un segundo con la mirada perdida, y salí del

ascensor. Fue como cruzar una frontera y entrar en otro país.

Un caudal constante de administrativos ajetreados, llenos de energía por un

exceso de cafeína, entraban y salían de los ascensores y las puertas de acceso. Se

trataba de empleados corrientes, no de reclutas forzosos. A ellos se les permitía

regresar a sus casas al término de sus jornadas laborales. Podían incluso dejar el

trabajo, si así lo deseaban. Me pregunté si a alguno de ellos le preocuparía que

existieran miles de esclavos reclutados viviendo y deslomándose allí, en ese mismo

edificio, a pocas plantas de donde se encontraban.

Divisé a dos guardias de seguridad apostados junto al mostrador de recepción y

los evité fundiéndome con la multitud que cruzaba el inmenso vestíbulo en dirección

a la hilera de puertas de cristal automáticas que conducían al exterior, a la libertad.

Me obligué a no correr, mientras me abría paso entre los trabajadores que llegaban.

«Soy sólo un técnico de mantenimiento, chicos, que regresa a su casa tras una dura

noche de trabajo dedicada a reiniciar routers. Eso es todo. No, está claro que no soy

un recluta atrevido que huye con diez zettabytes de datos robados a la empresa en el

bolsillo. No señor.»

Cuando ya me acercaba a las puertas, fui consciente de que se oía un ruido raro, y

bajé la mirada y me vi los pies. Todavía llevaba las zapatillas desechables de plástico

de recluta. Cada vez que las apoyaba en el suelo emitían, al contacto con el mármol

pulido, un chirrido agudo que se destacaba entre el rumor del calzado adecuado de los

empleados. Era como si cada uno de mis pasos gritara: «¡Eh, mirad todos! ¡Un tío

con zapatillas de plástico!»

Pero seguí caminando. Ya casi había alcanzado una de las puertas cuando alguien

apoyó la mano en mi hombro.

—¿Señor? —oí que decía alguien. Era una voz de mujer.

Estuve a punto de salir corriendo, pero algo en su tono me retuvo. Al volverme vi

el rostro preocupado de una señora alta de poco menos de cincuenta años. Llevaba un

traje de chaqueta azul oscuro. Y un maletín.

—Señor, le sangra la oreja. —Me la señaló, poniendo cara de dolor—. Bastante.

Levanté la mano, la acerqué al lóbulo y me quedó manchada de rojo. Al parecer,

sin que me diera cuenta, la tirita se me había caído.

Permanecí un segundo paralizado, sin saber qué hacer. Habría querido explicarle

algo, pero no se me ocurría nada. De modo que me limité a asentir, murmuré un

«gracias», me volví y, procurando mantener la calma, salí a la calle.

El viento matutino era tan frío que estuvo a punto de derribarme. Cuando

recuperé el equilibrio, bajé los peldaños de la escalinata, deteniéndome brevemente

para arrojar a una papelera el grillete del tobillo, que golpeó el fondo emitiendo un

www.lectulandia.com - Página 276

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