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Ready Player One - Ernest Cline

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mismo número de hombres que de mujeres, pero era difícil determinarlo con

exactitud. Casi todo el mundo compartía conmigo la palidez del rostro y una falta

total de vello corporal, y todos llevábamos los mismos monos grises y zapatos de

plástico. Se diría que éramos extras de THX1138.

La cola desembocaba en una serie de controles de seguridad. En el primero de

ellos, a los reclutas se los sometía a un escaneado exhaustivo con un Metadetector de

última generación que garantizaba que nadie ocultara dispositivos electrónicos, bien

en la ropa, bien en el cuerpo. Mientras esperaba mi turno, vi apartar a varios de la fila

por llevar miniordenadores subcutáneos o teléfonos activados por voz en los

empastes de las muelas. Se los llevaban a otra sala para extraérselos. Un tipo que me

precedía en la cola llevaba una consola Oasis en miniatura de la marca Sinatro en una

prótesis de testículo. Eso sí era tener huevos.

Una vez que hube pasado unos cuantos controles más, fui conducido a la zona de

pruebas, una sala gigantesca ocupada por centenares de cubículos pequeños e

insonorizados. Me sentaron en uno de ellos y me entregaron un visor barato y un par

de guantes hápticos más baratos todavía. Aquel equipo no me permitía el acceso a

Oasis, pero aun así sentí cierto alivio al ponérmelos.

A partir de ahí, empezaron a someterme a una batería de tests de dificultad

creciente pensados para medir mis conocimientos y mis habilidades en todas las áreas

que pudieran ser de utilidad a mi nueva empresa. Aquellos exámenes, claro está,

tenían que ver con la información falsa sobre mi formación académica y mi vida

laboral que yo había proporcionado al crear la identidad fraudulenta de Bryce Lynch.

Deliberadamente, me esforcé por responder a la perfección todas las pruebas

relacionadas con el software, el hardware y las redes de Oasis, pero no las que tenían

que ver con James Halliday y el Huevo de Pascua. No quería que me asignaran a la

División de Ovología, porque era posible que allí me encontrara con Sorrento. No

creía que pudiera reconocerme —nunca nos habíamos visto en persona, y yo ya no

me parecía a la imagen que figuraba en mi expediente escolar—, de todos modos no

quería correr el riesgo. Con lo que estaba haciendo, ya estaba tentando a la suerte

mucho más que cualquier persona en su sano juicio.

Horas después, cuando terminé el último test, me trasladaron hasta una sala de

chats virtuales para que conociera a mi consejera de aprendizaje. Se llamaba Nancy y,

en un tono hipnótico y monocorde, me informó de que, gracias a la excelente

puntuación que había obtenido en los tests y a mi impresionante currículum laboral,

me habían «premiado» con un puesto de Representante II de Asistencia Técnica. Me

pagarían veintiocho mil quinientos dólares al año, de los que deducirían el coste del

alojamiento, la manutención, los impuestos, la atención médica, dental, oftalmológica

y los servicios recreativos, que se descontarían automáticamente de mi sueldo. El

importe restante (si lo había) se destinaría a saldar la deuda que había contraído con

www.lectulandia.com - Página 258

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