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Ready Player One - Ernest Cline

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laberinto de habitaciones, pasadizos y enigmas. Así fui recogiendo los diecinueve

tesoros repartidos por la casa, que llevé en varios viajes hasta el salón donde los

coloqué en la vitrina. Por el camino tuve que enfrentarme a PNJ: un troll, un cíclope

y un ladrón muy molesto. En cuanto al legendario Grue, el monstruo que acechaba en

la oscuridad con la esperanza de devorarme como cena, me limitaba a evitarlo.

Excepto el silbato del Capitán Crunch oculto en la cocina, no encontré más sorpresas

ni desviaciones del juego original. Para resolver aquella variante de inmersión en tres

dimensiones, del juego de Zork, lo que había que hacer era simplemente ejecutar las

mismas acciones exigidas para superar el juego original basado en órdenes de texto.

Corriendo a toda velocidad y sin detenerme nunca a observar ni a reflexionar sobre

nada, logré completar el juego en veintidós minutos.

Poco después de conseguir el último de los diecinueve tesoros —un diminuto

adorno de latón— en mi visualizador apareció un aviso que me informaba de que la

Vonnegut había llegado al exterior de la casa. El piloto automático había hecho

aterrizar la nave en el campo que quedaba a poniente. Su mecanismo de ocultación

seguía activado y los escudos, en posición. Si los sixers ya habían llegado y orbitaban

alrededor del planeta, esperaba que no la descubrieran.

Regresé corriendo al salón de la casa blanca por última vez y coloqué el último

tesoro en la vitrina. Igual que ocurría en el juego original, en su interior apareció un

mapa que me conducía hasta un túmulo funerario oculto que marcaba el final del

juego. Pero a mí no me interesaba el mapa, ni el final del juego. Acababa de reunir

todos los trofeos en la vitrina; es decir, ya estaban «en mi crédito». Entonces extraje

el silbato del Capitán Crunch. Tenía tres orificios en la parte superior. Cubrí el tercero

para emitir el tono de 2.600 hercios, que había hecho famoso a aquel silbato en los

anales de la historia de la piratería telefónica, y soplé. El silbato emitió una única

nota, clara, aguda.

Al instante se transformó en una llave pequeña y mi puntuación, en La Tabla,

aumentó dieciocho mil puntos.

Volvía a estar en segundo lugar, aunque sólo mil puntos por delante de Hache.

Un segundo después, la simulación del juego de Zork se reinició. Los diecinueve

trofeos abandonaron la vitrina y regresaron a sus ubicaciones originales, y el resto de

la casa y del campo de juego volvió al estado en que los había encontrado.

Al fijarme en el objeto que reposaba en la palma de mi mano, el pánico se

apoderó de mí durante un breve instante: aquella llave era plateada, no de ese tono

verde lechoso que caracteriza al jade. Pero al darle la vuelta y examinarla mejor vi

que, de hecho, parecía estar envuelta en un papel de plata, como si se tratara de un

chicle o de una chocolatina. De modo que la desenvolví y, en su interior, en efecto,

apareció una llave hecha de piedra verde, pulida.

La Llave de Jade.

www.lectulandia.com - Página 217

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