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Ready Player One - Ernest Cline

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esfumara. ¡Ya casi había terminado! Sólo tenía que obtener los últimos seis mil

setecientos sesenta puntos posibles del último laberinto mutilado y, finalmente,

alcanzaría la máxima puntuación.

Mi corazón latía al ritmo de la música cuando logré superar la mitad intacta del

laberinto. Acto seguido me aventuré en el árido terreno de la mitad derecha, guiando

a Pac-Man a través de la pixelada mermada memoria del juego. Ocultos bajo todos

aquellos residuos de imágenes y grafismos aguardaban nueve bolitas con un valor de

diez puntos cada una. Yo no podía verlas, pero había memorizado su ubicación. No

tardé en encontrarlas y me las comí, lo que me valió noventa puntos más. Después me

volví y corrí hacia el fantasma más cercano —Clyde—, y cometí «Paquicidio»

muriendo por primera vez en toda la partida. Pac-Man se detuvo y se disolvió en la

nada, emitiendo un prolongado aullido digital.

Hice todo lo posible por no pensar en Hache, que en ese momento ya debía de

estar sosteniendo la Llave de Jade entre sus manos. En ese preciso instante,

seguramente estaría leyendo la pista que tuviera grabada en su superficie.

Moví el joystick hacia la derecha, abriéndome paso por entre los escombros

digitales una última vez. Podría haberlo hecho con los ojos cerrados. Esquivé a Pinky

para comerme las dos bolitas de abajo y después otras tres que quedaban en el centro

y, finalmente, las últimas cuatro, que se ocultaban cerca del extremo superior.

Lo había conseguido. Mi puntuación era la mayor. 3.333.360 puntos. Una partida

perfecta. Aparté las manos de los mandos y vi a los cuatro fantasmas converger en

Pac-Man. Las palabras GAME OVER aparecieron en el centro del laberinto.

Esperé. Pero no sucedió nada. Al cabo de unos segundos, la pantalla de

presentación del juego se activó de nuevo, mostrando los cuatro fantasmas, sus

nombres y sus apodos.

Dirigí la mirada hacia la moneda de veinticinco centavos puesta en el borde de la

consola. Hasta ese momento se había mantenido en su lugar, inamovible. Pero

entonces se movió hacia delante y cayó, dando vueltas, hasta aterrizar en la mano

abierta de mi avatar. Desapareció al momento, y en mi visualizador apareció un

mensaje luminoso que me informaba de que la moneda había sido añadida

automáticamente a mi inventario. Al intentar retirarla para examinarla, descubrí que

no podía. El icono de la moneda de veinticinco centavos permanecía en mi

inventario. Pero yo no podía sacarla de allí, ni desprenderme de ella.

Si poseía alguna propiedad mágica, no figuraba en la descripción de sus

especificaciones, que estaba completamente vacía. Para saber algo más de aquella

moneda tendría que someterla a una serie de hechizos de adivinación de alto nivel.

Me llevaría varios días, y debería recurrir a muchos y costosos artilugios de

encantamiento, sin la garantía de que fueran a revelarme nada.

Con todo, en ese momento no pensaba demasiado en el misterio de la moneda

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