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Ready Player One - Ernest Cline

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Mi avatar se materializó lentamente frente al panel de control de mi centro de

mando, el mismo lugar donde me encontraba la noche antes, inmerso en mi ritual

nocturno, que consistía en mirar fijamente los versos de la cuarteta, tan fijamente que

me había quedado dormido y el sistema se había desactivado solo. Llevaba ya casi

seis meses concentrado en aquella maldita rima y todavía no había sido capaz de

descifrarla. Nadie lo había hecho. Todo el mundo tenía sus teorías, claro, pero la

Llave de Jade seguía oculta y las primeras posiciones de La Tabla se mantenían

inalteradas.

Mi centro de mando estaba situado en el interior de una cúpula blindada

incrustada bajo la superficie rocosa de mi propio asteroide. Desde allí disfrutaba de

una vista de trescientos sesenta grados de los cráteres que conformaban el paisaje y se

perdían en el horizonte, en todas direcciones. El resto de mi fortaleza se encontraba

bajo tierra, en un vasto complejo subterráneo que descendía hasta el núcleo mismo

del asteroide. Lo había configurado yo, poco después de trasladarme a Columbus. Mi

avatar necesitaba un refugio fortificado y, como no quería vecinos, había adquirido el

planetoide más barato que había encontrado —ese asteroide pequeño y desolado que

se encontraba en el Sector 14. Su designación oficial era S14A316, pero yo lo

llamaba Falco, como el rapero austríaco. (No es que fuera un gran fan de Falco, pero

me gustaba el sonido de aquel nombre.)

Aunque su superficie ocupaba apenas unos pocos kilómetros cuadrados, me había

costado bastante caro. Pero había merecido la pena el gasto. Cuando poseías tu propio

mundo, podías construir lo que quisieras en él. Y nadie podía visitarte a menos que tú

autorizaras el acceso, cosa que yo no hacía con nadie. Mi fortaleza era mi refugio

dentro de Oasis. El santuario de mi avatar. El único lugar en toda la simulación donde

estaba verdaderamente a salvo.

Tan pronto como se hubo completado la secuencia de inicio, apareció en el

visualizador una ventana que me informaba de que ése era día de elecciones. Como

ya tenía dieciocho años, podía votar. Y podía hacerlo tanto en las elecciones que

tenían lugar en Oasis, como en las que servirían para escoger a cargos del Gobierno

de Estados Unidos. A mí las elecciones no me importaban lo más mínimo; no les veía

sentido. Del gran país de antaño en el que yo había nacido sólo quedaba el nombre.

No importaba quién lo gobernara. Eran personas que se dedicaban a cambiar de

asientos en la cubierta del Titanic, y todo el mundo lo sabía. Además, la gente ya

podía votar desde casa, vía Oasis. Las únicas personas que podían salir elegidas eran

estrellas de cine, personajes de reality shows o telepredicadores radicales.

En las elecciones de Oasis sí me molesté en votar, porque sus resultados me

afectaban. El proceso me llevó apenas unos minutos, porque ya estaba familiarizado

www.lectulandia.com - Página 189

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