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Ready Player One - Ernest Cline

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seguía así, tendría que comprarme un equipo nuevo de talla grande.

Sabía que si no controlaba el peso podía morir de desidia antes de encontrar el

Huevo. Y no podía consentir que me ocurriera algo así. Por eso, movido por un

impulso, había tomado la decisión voluntaria de instalar un programa que me impedía

el acceso a Oasis si antes no hacía gimnasia.

Y me había arrepentido casi en el acto.

A partir de ese momento, mi ordenador monitorizaba mis constantes vitales y

llevaba la cuenta del número exacto de calorías que quemaba en el curso del día. Si

no llegaba a los mínimos de ejercicio físico estipulado, el sistema me impedía

conectarme a mi cuenta de Oasis y, por tanto, no podía trabajar, seguir con mi

búsqueda ni, en la práctica, vivir mi vida. Una vez adquirido el compromiso, no

podías desactivarlo en dos meses. Y aquella aplicación estaba vinculada a mi cuenta

de Oasis, por lo que no podía, simplemente, comprarme un ordenador nuevo ni

alquilar una cabina en algún café-Oasis público. Si quería conectarme, antes debía

hacer ejercicio. De todos modos, aquélla demostró ser la motivación que necesitaba.

La aplicación también controlaba mi ingesta diaria de calorías. Me presentaba un

menú variado a escoger, basado en alimentos hipocalóricos. Una vez realizada la

elección, el programa lo encargaba y los platos llegaban a mi puerta. Como yo no

salía nunca de mi apartamento, al programa le resultaba fácil controlar todo lo que

comía. Si yo pedía más comida por mi cuenta, el tiempo de ejercicio físico

aumentaba automáticamente, para compensar el exceso de calorías. Se trataba, en

efecto, de un software sádico.

Pero funcionaba. Los kilos empezaron a desaparecer y, transcurridos unos meses,

había alcanzado una forma física casi perfecta. Por primera vez en mi vida tenía el

vientre plano y músculos. Además, me sentía con el doble de energía que antes y me

enfermaba mucho menos. Cuando concluyó el período de dos meses y se me dio la

opción de desactivar el compromiso, decidí mantenerlo. En ese momento, el ejercicio

físico formaba parte de mi ritual diario.

Una vez completada la tabla de pesas, me subí a la cinta.

—Iniciando carrera matutina —le dije a Max—. Pista Bifrost.

El gimnasio virtual desapareció. Me encontraba de pie sobre una pista de carreras

semitransparente, una cinta elíptica suspendida en una nebulosa estrellada. Planetas

gigantes, rodeados de anillos y lunas multicolores, permanecían suspendidos en el

aire, rodeándome. La pista se alargaba ante mí, subía, bajaba y en ocasiones creaba

espirales helicoidales. Una barrera invisible impedía caer accidentalmente al abismo

estrellado. La Pista Bifrost era otra simulación autónoma, uno de los varios

centenares de diseños de pista almacenados en el disco duro de mi consola.

Cuando empecé a correr, Max activó la lista de reproducción de músicas de los

ochenta. Apenas empezó a sonar la primera canción, disparé de memoria título,

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