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Ready Player One - Ernest Cline

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—Algunos. Pero respondiendo a tu verdadera pregunta, no. Art3mis todavía no te

ha devuelto las llamadas ni los mensajes, amor mío.

—Ya te lo he advertido varias veces. No me llames así. Te expones a que te borre.

—Conmovedor. Conmovedor. Dime una cosa, Wade, ¿dónde aprendiste a ser tan

sensible?

—Te borraré, Max. Lo digo en serio. Tú sigue así y me cambio otra vez a Wilma

Deering. O le doy una oportunidad a la voz incorpórea de Majel Barrett.

Max apretó mucho los labios, se volvió y clavó la vista en el papel digital —

siempre cambiante— de la pared que tenía detrás, que en ese momento componía un

diseño de líneas vectoriales. Max era así. Chincharme formaba parte de su

personalidad preprogramada. Y la verdad era que a mí casi me gustaba, porque me

recordaba a mi amistad con Hache. La echaba de menos. Mucho.

Me miré en el espejo, pero como no me gustó lo que vi, cerré los ojos hasta que

terminé de orinar. Me pregunté —no era la primera vez que lo hacía— por qué no

había pintado el espejo de negro cuando pinté la ventana.

La hora que transcurría desde que me levantaba hasta que me conectaba a Oasis

era la que menos me gustaba de toda la jornada, porque estaba en el mundo real.

Durante ese período debía ocuparme de esas cosas tan aburridas como lavarme, o

ejercitar mi cuerpo físico. Odiaba esa parte del día porque era lo contrario a mi otra

vida. A mi verdadera vida, la que vivía en el interior de Oasis. La visión de mi

minúsculo apartamento, de mi equipo de inmersión, mi reflejo en el espejo… todo me

recordaba amargamente que el mundo donde pasaba mis días no era, desde luego, el

mundo real.

—Retraer silla —dije al salir del baño.

Al instante, la silla táctil volvió a aplanarse y se retrajo de modo que quedó

aplastada contra la pared, dejando un gran espacio vacío en el centro de la habitación.

Me coloqué el visor y cargué el Gimnasio, una simulación autónoma.

De pronto me encontraba en un centro de fitness espacioso y moderno donde se

alineaban pesas y máquinas de musculación, todas ellas simuladas a la perfección por

mi traje háptico. Inicié mi rutina diaria. Abdominales, flexiones, sentadillas, ejercicio

aeróbico, pesas. De vez en cuando, Max me gritaba algunas palabras de ánimo:

«¡Levanta esas patas, nenaza. Hasta que te duelan!»

Yo ya hacía un poco de ejercicio mientras estaba conectado a Oasis —cuando

entraba en combate con alguien, o cuando corría por los paisajes virtuales montado

en la cinta—, pero pasaba la mayor parte de mi tiempo sentado en aquella silla, sin

apenas moverme. Además, tenía tendencia a comer más de la cuenta cuando me

sentía triste o frustrado, que era casi siempre. Y, por lo tanto, tenía unos kilos de más.

Y como ya no estaba en muy buena forma, precisamente, había llegado a un punto en

el que el traje táctil casi no me cabía, ni podía sentarme cómodamente en la silla. Si

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