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Ready Player One - Ernest Cline

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favoritos. Siempre me había encantado su ritmo frenético y simplicidad brutal.

Robotron sólo tenía que ver con el instinto y los reflejos. Jugar con los videojuegos

antiguos me venía muy bien para aclarar la mente y relajarme. Si me sentía

deprimido, impotente ante mi mala suerte en la vida, lo único que debía hacer era

darle al botón de Player One y mis preocupaciones desaparecían al momento, al

tiempo que mi mente se concentraba en la matanza incesante y pixelada que tenía

lugar en la pantalla, delante de mí. Allí, en el interior de aquel universo bidimensional

del juego, la vida era muy simple: «Eres tú contra la máquina. Muévete con la mano

izquierda. Dispara con la derecha e intenta seguir vivo todo el tiempo que puedas.»

Pasé varias horas disparando a las sucesivas oleadas de Brains, Spheroids, Quarks

y Hulks en mi batalla sin fin para ¡Salvar a la Última Familia Humana! Pero entonces

empecé a notar rampas en los dedos y a perder el ritmo. Cuando aquello me sucedía

en ese nivel, las cosas se deterioraban deprisa: acababa con todas las vidas que me

quedaban en cuestión de minutos. Y entonces, en la pantalla, aparecían las dos

palabras que menos me gustaban: GAME OVER.

Apagué el emulador y me puse a revisar los archivos de vídeos en busca de algo

que ver mientras intentaba conciliar el sueño. En los últimos cinco años me había

descargado todas las películas, programas de televisión y dibujos animados que se

mencionaban en el Almanaque de Anorak. Todavía no los había visto todos, claro.

Seguramente tardaría décadas enteras.

Seleccioné un episodio de Enredos de Familia, una comedia de los ochenta sobre

una familia de clase media que vivía en el centro de Ohio. Me había descargado la

serie porque era una de las favoritas de Halliday y suponía que era posible que en

alguno de los episodios se ocultara alguna pista relacionada con La Cacería. Me

enganché a la serie desde el primer momento y vi todos los capítulos varias veces. Y

eso que eran ciento ochenta. No parecía cansarme nunca.

Sentado solo, a oscuras, viendo la serie en mi portátil, siempre me imaginaba que

era yo el que vivía en aquella casa caldeada y bien iluminada, y que aquella gente

sonriente, comprensiva, era mi familia. Que no había en el mundo nada tan grave que

no pudiera resolverse al final de un solo episodio de media hora (o, si acaso, de un

capítulo doble, si la cosa era grave de verdad).

Mi propia vida familiar no se había parecido nunca, ni remotamente, a la de

Enredos de familia; por eso, seguramente, la serie me gustaba tanto. Yo fui el único

hijo de dos adolescentes, ambos refugiados que se habían conocido en el barrio de

caravanas fijas donde me crié. De mi padre no conservo ningún recuerdo. Cuando

tenía pocos meses, le pegaron un tiro al entrar a robar a un colmado durante un

apagón. Lo único que sabía de él era que le encantaban los cómics. Había encontrado

lápices de memoria viejos en una caja de cosas suyas con las series completas de

Spiderman, La Patrulla X y Linterna Verde. Mi madre me contó una vez, que mi

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