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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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la costa caribe. Nadie se acordó de que yo estaba ahí. Cuando papá volvió a

recogerme se sumó al júbilo familiar, y brindó por la victoria, pero nadie le

contó quién había sido el verdadero ganador.

Otra conquista de aquella época fue el permiso de mi padre para ir solo a la

matine de los domingos en el teatro Colombia. Por primera vez se pasaban

seriales con un episodio cada domingo, y se creaba una tensión que no permitía

tener un instante de sosiego durante la semana. La invasión de Mongo fue la

primera epopeya interplanetaria que sólo pude reemplazar en mi corazón

muchos años después con la Odisea del espacio, de Stanley Kubrick. Sin

embargo, el cine argentino, con las películas de Carlos Gardel y Libertad

Lamarque, terminó por derrotar a todos.

En menos de dos meses terminamos de armar la farmacia y conseguimos y

amueblamos la residencia de la familia. La primera era una esquina muy

concurrida en el puro centro comercial y a sólo cuatro cuadras del paseo Bolívar.

La residencia, por el contrario, estaba en una calle marginal del degradado y

alegre Barrio Abajo, pero el precio del alquiler no correspondía a lo que era sino

a lo que pretendía: una quinta gótica pintada de alfajores amarillos y rojos, y con

dos alminares de guerra.

El mismo día en que nos entregaron el local de la farmacia colgamos las

hamacas en los horcones de la trastienda y allí dormíamos a fuego lento en una

sopa de sudor. Cuando ocupamos la residencia descubrimos que no había argollas

para hamacas, pero tendimos los colchones en el suelo y dormimos lo mejor

posible desde que conseguimos un gato prestado para ahuy entar los ratones.

Cuando llegó mi madre con el resto de la tropa, el mobiliario estaba todavía

incompleto y no había útiles de cocina ni muchas otras cosas para vivir.

A pesar de sus pretensiones artísticas, la casa era ordinaria y apenas

suficiente para nosotros, con sala, comedor, dos dormitorios y un patiecito

empedrado. En rigor no debía valer un tercio del alquiler que pagábamos por

ella. Mi madre se espantó al verla, pero el esposo la tranquilizó con el señuelo de

un porvenir dorado. Así fueron siempre. Era imposible concebir dos seres tan

distintos que se entendieran tan bien y se quisieran tanto.

El aspecto de mi madre me impresionó. Estaba encinta por séptima vez, y

me pareció que sus párpados y sus tobillos estaban tan hinchados como su

cintura. Entonces tenía treinta y tres años y era la quinta casa que amueblaba.

Me impresionó su mal estado de ánimo, que se agravó desde la primera noche,

aterrada por la idea que ella misma inventó, sin fundamento alguno, de que allí

había vivido la Mujer X antes de que la acuchillaran. El crimen se había

cometido hacía siete años, en la estancia anterior de mis padres, y fue tan

aterrador que mi madre se había propuesto no volver a vivir en Barranquilla. Tal

vez lo había olvidado cuando regresó aquella vez, pero le volvió de golpe desde la

primera noche en una casa sombría en la que había detectado al instante un

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