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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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complicidad con mi madre se prolongó mientras ella dispuso de medios. Cuando

fui interno a la escuela secundaria me ponía en la maleta cosas diversas de baño

y tocador, y una fortuna de diez pesos dentro de una caja de jabón de Reuter con

la ilusión de que la abriera en un momento de apuro. Así fue, pues mientras

estudiábamos lejos de casa cualquier momento era ideal para encontrar diez

pesos.

Papá se las arreglaba para no dejarme solo de noche en la farmacia de

Barranquilla, pero sus soluciones no eran siempre las más divertidas para mis

doce años. Las visitas nocturnas a familias amigas se me hacían agotadoras,

porque las que tenían hijos de mi edad los obligaban a acostarse a las ocho y me

dejaban atormentado por el aburrimiento y el sueño en el yermo de las

chacharas sociales.

Una noche debí quedarme dormido en la visita a la familia de un médico

amigo y no supe cómo ni a qué hora desperté caminando por una calle

desconocida. No tenía la menor idea de dónde estaba, ni cómo había llegado

hasta allí, y sólo pudo entenderse como un acto de sonambulismo. No había

ningún precedente familiar ni se repitió hasta hoy, pero sigue siendo la única

explicación posible. Lo primero que me sorprendió al despertar fue la vitrina de

una peluquería con espejos radiantes donde atendían a tres o cuatro clientes bajo

un reloj a las ocho y diez, que era una hora impensable para que un niño de mi

edad estuviera solo en la calle. Aturdido por el susto confundí los nombres de la

familia donde estábamos de visita y recordaba mal la dirección de la casa, pero

algunos transeúntes pudieron atar cabos para llevarme a la dirección correcta.

Encontré el vecindario en estado de pánico por toda clase de conjeturas sobre mi

desaparición. Lo único que sabían de mí era que me había levantado de la silla en

medio de la conversación y pensaron que había ido al baño. La explicación del

sonambulismo no convenció a nadie, y menos a mi padre, que lo entendió sin

más vueltas como una travesura que me salió mal. Por fortuna logré

rehabilitarme días después en otra casa donde me dejó una noche mientras

asistía a una comida de negocios. La familia en pleno sólo estaba pendiente de un

concurso popular de adivinanzas de la emisora Atlántico, que aquella vez parecía

insoluble: « ¿Cuál es el animal que al voltearse cambia de nombre?» . Por un raro

milagro y o había leído la respuesta aquella misma tarde en la última edición del

Almanaque Bristol y me pareció un mal chiste: el único animal que cambia de

nombre es el escarabajo, porque al voltearse se convierte en escararriba. Se lo

dije en secreto a una de las niñas de la casa, y la mayor se precipitó al teléfono y

dio la respuesta a la emisora Atlántico. Ganó el primer premio, que habría

alcanzado para pagar tres meses del alquiler de la casa: cien pesos. La sala se

llenó de vecinos bulliciosos que habían escuchado el programa y se precipitaron

a felicitar a las ganadoras, pero lo que le interesaba a la familia, más que el

dinero, era la victoria en sí misma en un concurso que hizo época en la radio de

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