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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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insoluble. Tenía una devoción casi mítica por los ricos, pero no por los

inexplicables sino por los que habían hecho su dinero a fuerza de talento y

honradez. Desvelado en su hamaca aun a pleno día, acumulaba fortunas

colosales en la imaginación con empresas tan fáciles que no entendía cómo no se

le habían ocurrido antes. Le gustaba citar como ejemplo la riqueza más rara de

que tuvo noticia en el Darién: doscientas leguas de puercas paridas. Sin embargo,

esos emporios insólitos no se encontraban en los lugares donde vivíamos, sino en

paraísos extraviados de los que había oído hablar en sus errancias de telegrafista.

Su irrealismo fatal nos mantuvo en vilo entre descalabros y reincidencias, pero

también con largas épocas en que no nos cay eron del cielo ni las migajas del pan

de cada día. En todo caso, tanto en las buenas como en las malas, nuestros padres

nos enseñaron a que celebráramos las unas o soportáramos las otras con una

sumisión y una dignidad de católicos a la antigua.

La única prueba que me faltaba era viajar solo con mi papá, y la tuve

completa cuando me llevó a Barranquilla para que lo ay udara a instalar la

farmacia y a preparar el desembarco de la familia. Me sorprendió que a solas

me tratara como a una persona mayor, con cariño y respeto, hasta el punto de

encomendarme tareas que no parecían fáciles para mis años, pero las hice bien

y encantado, aunque él no estuvo siempre de acuerdo. Tenía la costumbre de

contarnos historias de la niñez en su pueblo natal, pero las repetía año con año

para los nuevos nacidos, de modo que iban perdiendo gracia para los que y a las

conocíamos. Hasta el punto de que los may ores nos levantábamos cuando

empezaba a contarlas de sobremesa. Luis Enrique, en uno más de sus ataques de

franqueza, lo ofendió cuando dijo al retirarse:

—Me avisan cuando vuelva a morirse el abuelo.

Aquellos arranques tan espontáneos exasperaban a mi padre y se sumaban a

los motivos que ya estaba acumulando para mandar a Luis Enrique al

reformatorio de Medellín. Pero conmigo en Barranquilla se volvió otro. Archivó

el repertorio de anécdotas populares y me contaba episodios interesantes de su

vida difícil con su madre, de la tacañería legendaria de su padre y de sus

dificultades para estudiar. Aquellos recuerdos me permitieron soportar mejor

algunos de sus caprichos y entender algunas de sus incomprensiones.

En esa época hablamos de libros leídos y por leer, e hicimos en los puestos

leprosos del mercado público una buena cosecha de historietas de Tarzán y de

detectives y guerras del espacio. Pero también estuve a punto de ser víctima de

su sentido práctico, sobre todo cuando decidió que hiciéramos una sola comida al

día. Nuestro primer tropiezo lo sufrimos cuando me sorprendió rellenando con

gaseosas y panes de dulce los huecos del atardecer siete horas después del

almuerzo, y no supe decirle de dónde había sacado la plata para comprarlos. No

me atreví a confesarle que mi madre me había dado algunos pesos a escondidas

en previsión del régimen trapense que él imponía en sus viajes. Aquella

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