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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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tuvimos razones ocultas para temer, nos escondimos debajo de las camas. Aida

huyó a la casa vecina y Margot contrajo una fiebre súbita que la mantuvo en

delirio por tres días. Aun los hermanos menores estaban acostumbrados a

aquellas explosiones de celos de mi madre, con los ojos en llamas y la nariz

romana afilada como un cuchillo. La habíamos visto descolgar con una rara

serenidad los cuadros de la sala y estrellarlos uno tras otro contra el piso en una

estrepitosa granizada de vidrio. La habíamos sorprendido olfateando las ropas de

papá pieza por pieza antes de echarlas en el canasto de lavar. Nada más sucedió

después de la noche del dueto trágico, pero el afinador florentino se llevó el piano

para venderlo, y el violín —con el revólver— acabó de pudrirse en el ropero.

Barranquilla era entonces una adelantada del progreso civil, el liberalismo

manso y la convivencia política. Factores decisivos de su crecimiento y su

prosperidad fueron el término de más de un siglo de guerras civiles que asolaron

el país desde la independencia de España, y más tarde el derrumbe de la zona

bananera malherida por la represión feroz que se ensañó contra ella después de

la huelga grande.

Sin embargo, hasta entonces nada podía contra el espíritu emprendedor de sus

gentes. En 1919, el joven industrial Mario Santodomingo —el padre de Julio

Mario— se había ganado la gloria cívica de inaugurar el correo aéreo nacional

con cincuenta y siete cartas en un saco de lona que tiró en la playa de Puerto

Colombia, a cinco leguas de Barranquilla, desde un avión elemental piloteado por

el norteamericano William Knox Martin. Al término de la primera guerra

mundial llegó un grupo de aviadores alemanes —entre ellos Helmuth von Krohn

— que establecieron las rutas aéreas con Junkers F-13, los primeros anfibios que

recorrían el río Magdalena como saltamontes providenciales con seis pasajeros

intrépidos y las sacas del correo. Ese fue el embrión de la Sociedad Colombo-

Alemana de Transportes Aéreos —SCADTA—, una de las más antiguas del

mundo.

Nuestra última mudanza para Barranquüla no fue para mí un simple cambio

de ciudad y de casa, sino un cambio de papá a los once años. El nuevo era un

gran hombre, pero con un sentido de la autoridad paterna muy distinto del que

nos había hecho felices a Margarita y a mí en la casa de los abuelos.

Acostumbrados a ser dueños y señores de nosotros mismos, nos costó mucho

trabajo adaptarnos a un régimen ajeno. Por su lado más admirable y

conmovedor, papá fue un autodidacta absoluto, y el lector más voraz que he

conocido, aunque también el menos sistemático. Desde que renunció a la escuela

de medicina se consagró a estudiar a solas la homeopatía, que en aquel tiempo no

requería formación académica, y obtuvo su licencia con honores. Pero en

cambio no tenía el temple de mi madre para sobrellevar las crisis. Las peores las

pasó en la hamaca de su cuarto ley endo cuanto papel impreso le cayera en las

manos y resolviendo crucigramas. Pero su problema con la realidad era

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