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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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—¡Pero si y a eres un hombre!

Tenía una bella nariz romana, y era digna y pálida, y más distinguida que

nunca por la moda del año: vestido de seda color de marfil con el talle en las

caderas, collar de perlas de varias vueltas, zapatos plateados de trabilla y tacón

alto, y un sombrero de paja fina con forma de campana como los del cine mudo.

Su abrazo me envolvió con el olor propio que le sentí siempre, y una ráfaga de

culpa me estremeció de cuerpo y alma, porque sabía que mi deber era quererla

pero sentí que no era cierto.

En cambio, el recuerdo más antiguo que conservo de mi padre es

comprobado y nítido del 1 de diciembre de 1934, día en que cumplió treinta y

tres años. Lo vi entrar caminando a zancadas rápidas y alegres en la casa de los

abuelos en Cataca, con un vestido entero de lino blanco y el sombrero canotié.

Alguien que lo felicitó con un abrazo le preguntó cuántos años cumplía. Su

respuesta no la olvidé nunca porque en el momento no la entendí:

—La edad de Cristo.

Siempre me he preguntado por qué aquel recuerdo me parece tan antiguo, si

es indudable que para entonces debía haber estado con mi padre muchas veces.

Nunca habíamos vivido en una misma casa, pero después del nacimiento de

Margot adoptaron mis abuelos la costumbre de llevarme a Barranquilla, de modo

que cuando nació Aida Rosa y a era menos extraño. Creo que fue una casa feliz.

Allí tuvieron una farmacia, y más adelante abrieron otra en el centro comercial.

Volvimos a ver a la abuela Argemira —la mamá Gime— y a dos de sus hijos,

Julio y Ena, que era muy bella, pero famosa en la familia por su mala suerte.

Murió a los veinticinco años, no se sabe de qué, y todavía se dice que fue por el

maleficio de un novio contrariado. A medida que crecíamos, la mamá Gime

seguía pareciéndome más simpática y deslenguada.

En esa misma época mis padres me causaron un percance emocional que

me dejó una cicatriz difícil de borrar. Fue un día en que mi madre sufrió una

ráfaga de nostalgia y se sentó a teclear en el piano « Cuando el baile se acabó» ,

el valse histórico de sus amores secretos, y a papá se le ocurrió la travesura

romántica de desempolvar el violín para acompañarla, aunque le faltaba una

cuerda. Ella se acopló fácil a su estilo de madrugada romántica, y tocó mejor

que nunca, hasta que lo miró complacida por encima del hombro y se dio cuenta

de que él tenía los ojos húmedos de lágrimas. « ¿De quién te estás acordando?» ,

le preguntó mi madre con una inocencia feroz. « De la primera vez que lo

tocamos juntos» , contestó él, inspirado por el valse. Entonces mi madre dio un

golpe de rabia con ambos puños en el teclado.

—¡No fue conmigo, jesuita! —gritó a toda voz—. Tú sabes muy bien con

quién lo tocaste y estás llorando por ella.

No dijo el nombre, ni entonces ni nunca más, pero el grito nos petrificó de

pánico a todos en distintos sitios de la casa. Luis Enrique y yo, que siempre

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