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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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nos encontrábamos en nuestras errancias le volvía la esperanza de que me

hubiera acordado. Una noche se presentó en mi cubículo del periódico, por la

época en que y o andaba escudriñando el pasado de la familia para una primera

novela que no terminé, y me propuso que hiciéramos juntos una investigación del

atentado. Nunca se rindió. La última vez que lo vi en Cartagena de Indias, y a

viejo y con el corazón agrietado, se despidió de mí con una sonrisa triste:

—No sé cómo has podido ser escritor con tan mala memoria.

Cuando no hubo nada más que hacer en Aracataca, mi padre nos llevó a vivir

en Barranquilla una vez más, para instalar otra farmacia sin un centavo de

capital, pero con un buen crédito de los may oristas que habían sido socios suyos

en negocios anteriores. No era la quinta botica, como decíamos en familia, sino

la única de siempre que llevábamos de una ciudad a otra según los pálpitos

comerciales de papá: dos veces en Barranquilla, dos en Aracataca y una en

Sincé. En todas había tenido beneficios precarios y deudas salvables. La familia

sin abuelos ni tíos ni criados se redujo entonces a los padres y los hijos, que y a

éramos seis —tres varones y tres mujeres— en nueve años de matrimonio.

Me sentí muy inquieto por esa novedad en mi vida. Había estado en

Barranquilla varias veces para visitar a mis padres, de niño y siempre de paso, y

mis recuerdos de entonces son muy fragmentarios. La primera visita fue a los

tres años, cuando me llevaron para el nacimiento de mi hermana Margot.

Recuerdo el tufo de fango del puerto al amanecer, el coche de un caballo cuy o

auriga espantaba con su látigo a los maleteros que trataban de subirse en el

pescante en las calles desoladas y polvorientas. Recuerdo las paredes ocres y las

maderas verdes de puertas y ventanas de la casa de maternidad donde nació la

niña, y el fuerte aire de medicina que se respiraba en el cuarto. La recién nacida

estaba en una cama de hierro muy sencilla al fondo de una habitación desolada,

con una mujer que sin duda era mi madre, y de la que sólo consigo recordar una

presencia sin rostro que me tendió una mano lánguida, y suspiró:

—Ya no te acuerdas de mí.

Nada más. Pues la primera imagen concreta que tengo de ella es de varios

años después, nítida e indudable, pero no he logrado situarla en el tiempo. Debió

ser en alguna visita que hizo a Aracataca después del nacimiento de Aída Rosa,

mi segunda hermana. Yo estaba en el patio, jugando con un cordero recién

nacido que Santos Villero me había llevado en brazos desde Fonseca, cuando

llegó corriendo la tía Mama y me avisó con un grito que me pareció de espanto:

—¡Vino tu mamá!

Me llevó casi a rastras hasta la sala, donde todas las mujeres de la casa y

algunas vecinas estaban sentadas como en un velorio en sillas alineadas contra las

paredes. La conversación se interrumpió por mi entrada repentina. Permanecí

petrificado en la puerta, sin saber cuál de todas era mi madre, hasta que ella me

abrió los brazos con la voz más cariñosa de que tengo memoria:

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