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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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Consumado el desastre de Aracataca, muerto el abuelo y extinguido lo que pudo

quedar de sus poderes inciertos, quienes vivíamos de ellos estábamos a merced

de las añoranzas. La casa se quedó sin alma desde que no volvió nadie en el tren.

Mina y Francisca Simodosea permanecieron al amparo de Elvira Carrillo, que se

hizo cargo de ellas con una devoción de sierva. Cuando la abuela acabó de perder

la vista y la razón mis padres se la llevaron con ellos para que al menos tuviera

mejor vida para morir. La tía Francisca, virgen y mártir, siguió siendo la misma

de los desparpajos insólitos y los refranes ríspidos, que se negó a entregar las

llaves del cementerio y la fábrica de hostias para consagrar, con la razón de que

Dios la habría llamado si ésa fuera su voluntad. Un día cualquiera se sentó en la

puerta de su cuarto con varias de sus sábanas inmaculadas y cosió su propia

mortaja cortada a su medida, y con tanto primor que la muerte esperó más de

dos semanas hasta que la tuvo terminada. Esa noche se acostó sin despedirse de

nadie, sin enfermedad ni dolor algunos, y se echó a morir en su mejor estado de

salud. Sólo después se dieron cuenta de que la noche anterior había llenado los

formularios de defunción y cumplido los trámites de su propio entierro. Elvira

Carrillo, que tampoco conoció varón por voluntad propia, se quedó sola en la

soledad inmensa de la casa. A medianoche la despertaba el espanto de la tos

eterna en los dormitorios vecinos, pero nunca le importó, porque estaba

acostumbrada a compartir también las angustias de la vida sobrenatural.

Por el contrario, su hermano gemelo, Esteban Carrillo, se mantuvo lúcido y

dinámico hasta muy viejo. En cierta ocasión en que desayunaba con él me

acordé con todos los detalles visuales que a su padre habían tratado de tirarlo por

la borda en la lancha de Ciénaga, levantado en hombros de la muchedumbre y

manteado como Sancho Panza por los arrieros. Para entonces Papalelo había

muerto, y le conté el recuerdo al tío Esteban porque me pareció divertido. Pero

él se levantó de un salto, furioso porque no se lo hubiera contado a nadie tan

pronto como ocurrió, y ansioso de que lograra identificar en la memoria al

hombre que conversaba con el abuelo en aquella ocasión, para que le dijera

quiénes eran los que trataron de ahogarlo. Tampoco entendía que Papalelo no se

hubiera defendido, si era un buen tirador que durante dos guerras civiles había

estado muchas veces en la línea de fuego, que dormía con el revólver debajo de

la almohada, y que ya en tiempos de paz había matado en duelo a un enemigo.

En todo caso, me dijo Esteban, nunca sería tarde para que él y sus hermanos

castigaran la afrenta. Era la ley guajira: el agravio a un miembro de la familia

tenían que pagarlo todos los varones de la familia del agresor. Tan decidido estaba

mi tío Esteban, que se sacó el revólver del cinto y lo puso en la mesa para no

perder tiempo mientras acababa de interrogarme. Desde entonces, cada vez que

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