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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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pagaba lo suyo. Por fin me preguntó qué era la carpeta misteriosa a la cual me

aferraba como a una tabla de náufrago.

Le conté la verdad: era el primer capítulo todavía en borrador de la novela

que había empezado al regreso de Cataca con mi madre. Con un atrevimiento del

que nunca volvería a ser capaz en una encrucijada de vida o muerte, puse en la

mesa la carpeta abierta frente a él, como una provocación inocente. Fijó en mí

sus pupilas diafanas de un azul peligroso, y me preguntó un poco asombrado:

—¿Usted permite?

Estaba escrita a máquina con incontables correcciones, en bandas de papel de

imprenta plegadas como un fuelle de acordeón. Él se puso sin prisa los lentes de

leer, desplegó las tiras de papel con una maestría profesional y las acomodó en la

mesa. Leyó sin un gesto, sin un matiz de la piel, sin un cambio de la respiración,

con un mechón de cacatúa movido apenas por el ritmo de sus pensamientos.

Cuando terminó dos tiras completas las volvió a plegar en silencio con un arte

medieval, y cerró la carpeta. Entonces se guardó los lentes en la funda y se los

puso en el bolsillo del pecho.

—Se ve que es un material todavía crudo, como es lógico —me dijo con una

gran sencillez—. Pero va bien.

Hizo algunos comentarios marginales sobre el manejo del tiempo, que era mi

problema de vida o muerte, y sin duda el más difícil, y agregó:

—Usted debe ser consciente de que el drama ya sucedió y que los personajes

no están allí sino para evocarlo, de modo que tiene que lidiar con dos tiempos.

Después de una serie de precisiones técnicas que no logré valorar por mi

inexperiencia, me aconsejó que la ciudad de la novela no se llamara

Barranquilla, como yo lo tenía decidido en el borrador, porque era un nombre tan

condicionado por la realidad que le dejaría al lector muy poco espacio para

soñar. Y terminó con su tono de burla:

—O hágase el palurdo y espere a que le caiga del cielo. Al fin y al cabo, la

Atenas de Sófocles no fue nunca la misma de Antígona.

Pero lo que seguí para siempre al pie de la letra fue la frase con que se

despidió de mí aquella tarde:

—Le agradezco su deferencia, y voy a corresponderle con un consejo: no

muestre nunca a nadie el borrador de algo que esté escribiendo.

Fue mi única conversación a solas con él, pero valió por todas, porque viajó a

Barcelona el 15 de abril de 1950, como estaba previsto desde hacía más de un

año, enrarecido por el traje de paño negro y el sombrero de magistrado. Fue

como embarcar a un niño de escuela.

Estaba bien de salud y con la lucidez intacta a los sesenta y ocho años, pero

quienes lo acompañamos al aeropuerto lo despedimos como a alguien que volvía

a su tierra natal para asistir a su propio entierro.

Sólo al día siguiente, cuando llegamos a nuestra mesa del Japy, nos dimos

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