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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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Tenía la impresión de que en las charlas de grupo cada quien ponía su granito de

arena en el desorden, y las gracias y carencias de cada uno se confundían con

las de los otros, pero nunca se me ocurrió que pudiera hablar a solas de las artes

y la gloria con un hombre que vivía desde hacía años en una enciclopedia.

Muchas madrugadas, mientras leía en la soledad de mi cuarto, imaginaba

diálogos excitantes que habría querido sostener con él sobre mis dudas literarias,

pero se derretían sin dejar rescoldos a la luz del sol. Mi timidez se agravaba

cuando Alfonso irrumpía con una de sus ideas descomunales, o Germán

desaprobaba una opinión apresurada del maestro, o Álvaro se desgañitaba con un

proyecto que nos sacaba de quicio.

Por fortuna, aquel día en el Japy fue don Ramón quien tomó la iniciativa de

preguntarme cómo iban mis lecturas. Para entonces y o había leído todo lo que

pude encontrar de la generación perdida, en español, con un cuidado especial

para Faulkner, al que rastreaba con un sigilo sangriento de cuchilla de afeitar, por

mi raro temor de que a la larga no fuera más que un retórico astuto. Después de

decirlo me estremeció el pudor de que pareciera una provocación, y traté de

matizarlo, pero don Ramón no me dio tiempo.

—No se preocupe, Gabito —me contestó impasible—. Si Faulkner estuviera

en Barranquilla estaría en esta mesa.

Por otra parte, le llamaba la atención que Ramón Gómez de la Serna me

interesara tanto que lo citaba en « La Jirafa» a la par de otros novelistas

indudables. Le aclaré que no lo hacía por sus novelas, pues aparte de El chalet de

las rosas, que me había gustado mucho, lo que me interesaba de él era la audacia

de su ingenio y su talento verbal, pero sólo como gimnasia rítmica para aprender

a escribir. En ese sentido, no recuerdo un género más inteligente que sus famosas

greguerías. Don Ramón me interrumpió con su sonrisa mordaz:

—El peligro para usted es que sin darse cuenta aprenda también a escribir

mal.

Sin embargo, antes de cerrar el tema reconoció que en medio de su desorden

fosforescente, Gómez de la Serna era un buen poeta. Así eran sus réplicas,

inmediatas y sabias, y apenas si me alcanzaban los nervios para asimilarlas,

ofuscado por el temor de que alguien interrumpiera aquella ocasión única. Pero

él sabía cómo manejarla. Su mesero habitual le llevó la Coca-Cola de las once y

media, y él pareció no darse cuenta, pero se la tomó a sorbos con el pitillo de

papel sin interrumpir sus explicaciones. La may oría de los clientes lo saludaban

en voz alta desde la puerta: « Cómo está, don Ramón» . Y él les contestaba sin

mirarlos con un aleteo de su mano de artista.

Mientras hablaba, don Ramón dirigía miradas furtivas a la carpeta de piel que

mantuve apretada con ambas manos mientras lo escuchaba. Cuando acabó de

tomarse la primera Coca-Cola, torció el pitillo como un destornillador y ordenó la

segunda. Yo pedí la mía muy a sabiendas de que en aquella mesa cada quien

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