Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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Sin embargo, desde la primera noche leí muy bien a William Irish, casi hasta elamanecer.Había sido una mansión de antiguos navieros, con columnas enchapadas dealabastro y frisos de oropeles, alrededor de un patio interior cubierto por un vitralpagano que irradiaba un resplandor de invernadero. En la planta baja estaban lasnotarías de la ciudad. En cada uno de los tres pisos de la casa original había seisgrandes aposentos de mármol, convertidos en cubículos de cartón —iguales almío— donde hacían su cosecha las nocherniegas del sector. Aquel desnucaderofeliz había tenido alguna vez el nombre de hotel Nueva York, y AlfonsoFuenmayor lo llamó más tarde el Rascacielos, en memoria de los suicidas quepor aquellos años se tiraban desde las azoteas del Empire State.En todo caso, el eje de nuestras vidas era la librería Mundo, a las doce del díay las seis de la tarde, en la cuadra más concurrida de la calle San Blas. GermánVargas, amigo íntimo del propietario, don Jorge Rondón, fue quien lo convencióde instalar aquel negocio que en poco tiempo se convirtió en el centro de reuniónde periodistas, escritores y políticos jóvenes. Rondón carecía de experiencia en elnegocio, pero aprendió pronto, y con un entusiasmo y una generosidad que loconvirtieron en un mecenas inolvidable. Germán, Álvaro y Alfonso fueron susasesores en los pedidos de libros, sobre todo en las novedades de Buenos Aires,cuy os editores habían empezado a traducir, imprimir y distribuir en masa lasnovedades literarias de todo el mundo después de la guerra mundial. Gracias aellos podíamos leer a tiempo los libros que de otro modo no habrían llegado a laciudad. Ellos mismos entusiasmaban a la clientela y lograron que Barranquillavolviera a ser el centro de lectura que había decaído años antes, cuando dejó deexistir la librería histórica de don Ramón.No pasó mucho tiempo desde mi llegada cuando ingresé en aquella cofradíaque esperaba como enviados del cielo a los vendedores viajeros de las editorialesargentinas. Gracias a ellos fuimos admiradores precoces de Jorge Luis Borges,de Julio Cortázar, de Felisberto Hernández y de los novelistas ingleses ynorteamericanos bien traducidos por la cuadrilla de Victoria Ocampo. La forja deun rebelde, de Arturo Barea, fue el primer mensaje esperanzador de una Españaremota silenciada por dos guerras. Uno de aquellos viajeros, el puntual GuillermoDávalos, tenía la buena costumbre de compartir nuestras parrandas nocturnas yregalarnos los muestrarios de sus novedades después de terminar sus negocios enla ciudad.El grupo, que vivía lejos del centro, no iba de noche al café Roma si no erapor motivos concretos. Para mí, en cambio, era la casa que no tenía. Trabajabapor la mañana en la apacible redacción de El Heraldo, almorzaba como pudiera,cuando pudiera y donde pudiera, pero casi siempre invitado dentro del grupo poramigos buenos y políticos interesados. En la tarde escribía « La Jirafa» , mi notadiaria, y cualquier otro texto de ocasión. A las doce del día y a las seis de la tarde

era el más puntual en la librería Mundo. El aperitivo del almuerzo, que el grupotomó durante años en el café Colombia, se trasladó más tarde al café Japy, en laacera de enfrente, por ser el más ventilado y alegre sobre la calle San Blas. Lousábamos para visitas, oficina, negocios, entrevistas, y como un lugar fácil paraencontrarnos.La mesa de don Ramón en el Japy tenía unas leyes inviolables impuestas porla costumbre. Era el primero que llegaba por su horario de maestro hasta lascuatro de la tarde. No cabíamos más de seis en la mesa. Habíamos escogidonuestros sitios en relación con el suyo, y se consideraba de mal gusto arrimarotras sillas donde no cabían. Por la antigüedad y el rango de su amistad, Germánse sentó a su derecha desde el primer día. Era el encargado de sus asuntosmateriales. Se los resolvía aunque no se los encomendara, porque el sabio tenía lavocación congénita de no entenderse con la vida práctica. Por aquellos días, elasunto principal era la venta de sus libros a la biblioteca departamental, y elremate de otras cosas antes de viajar a Barcelona, más que un secretario,Germán parecía un buen hijo.Las relaciones de don Ramón con Alfonso, en cambio, se fundaban enproblemas literarios y políticos más difíciles. En cuanto a Álvaro, siempre mepareció que se inhibía cuando lo encontraba solo en la mesa y necesitaba lapresencia de otros para empezar a navegar. El único ser humano que teníaderecho libre de lugar en la mesa era Jose Félix. En la noche, don Ramón no ibaal Japy sino al cercano café Roma, con sus amigos del exilio español.El último que llegó a su mesa fui yo, y desde el primer día me senté sinderecho propio en la silla de Álvaro Cepeda mientras estuvo en Nueva York. DonRamón me recibió como un discípulo más porque había leído mis cuentos en ElEspectador. Sin embargo, nunca hubiera imaginado que llegaría a tener con él laconfianza de pedirle prestado el dinero para mi viaje a Aracataca con mi madre.Poco después, por una casualidad inconcebible, tuvimos la primera y únicaconversación a solas cuando fui al Japy más temprano que los otros para pagarlesin testigos los seis pesos que me había prestado.—Salud, genio —me saludó como siempre. Pero algo en mi cara lo alarmó—: ¿Está enfermo?—Creo que no, señor —le dije inquieto—. ¿Por qué?—Le noto demacrado —dijo él—, pero no me haga caso, por estos días todosandamos fotuts del cul.Se guardó los seis pesos en la cartera con un gesto reticente como si fueradinero mal habido por él.—Se lo recibo —me explicó ruborizado— como recuerdo de un joven muypobre que fue capaz de pagar una deuda sin que se la cobraran.No supe qué decir, sumergido en un silencio que soporté como un pozo deplomo en la algarabía del salón. Nunca soñé con la fortuna de aquel encuentro.

Sin embargo, desde la primera noche leí muy bien a William Irish, casi hasta el

amanecer.

Había sido una mansión de antiguos navieros, con columnas enchapadas de

alabastro y frisos de oropeles, alrededor de un patio interior cubierto por un vitral

pagano que irradiaba un resplandor de invernadero. En la planta baja estaban las

notarías de la ciudad. En cada uno de los tres pisos de la casa original había seis

grandes aposentos de mármol, convertidos en cubículos de cartón —iguales al

mío— donde hacían su cosecha las nocherniegas del sector. Aquel desnucadero

feliz había tenido alguna vez el nombre de hotel Nueva York, y Alfonso

Fuenmayor lo llamó más tarde el Rascacielos, en memoria de los suicidas que

por aquellos años se tiraban desde las azoteas del Empire State.

En todo caso, el eje de nuestras vidas era la librería Mundo, a las doce del día

y las seis de la tarde, en la cuadra más concurrida de la calle San Blas. Germán

Vargas, amigo íntimo del propietario, don Jorge Rondón, fue quien lo convenció

de instalar aquel negocio que en poco tiempo se convirtió en el centro de reunión

de periodistas, escritores y políticos jóvenes. Rondón carecía de experiencia en el

negocio, pero aprendió pronto, y con un entusiasmo y una generosidad que lo

convirtieron en un mecenas inolvidable. Germán, Álvaro y Alfonso fueron sus

asesores en los pedidos de libros, sobre todo en las novedades de Buenos Aires,

cuy os editores habían empezado a traducir, imprimir y distribuir en masa las

novedades literarias de todo el mundo después de la guerra mundial. Gracias a

ellos podíamos leer a tiempo los libros que de otro modo no habrían llegado a la

ciudad. Ellos mismos entusiasmaban a la clientela y lograron que Barranquilla

volviera a ser el centro de lectura que había decaído años antes, cuando dejó de

existir la librería histórica de don Ramón.

No pasó mucho tiempo desde mi llegada cuando ingresé en aquella cofradía

que esperaba como enviados del cielo a los vendedores viajeros de las editoriales

argentinas. Gracias a ellos fuimos admiradores precoces de Jorge Luis Borges,

de Julio Cortázar, de Felisberto Hernández y de los novelistas ingleses y

norteamericanos bien traducidos por la cuadrilla de Victoria Ocampo. La forja de

un rebelde, de Arturo Barea, fue el primer mensaje esperanzador de una España

remota silenciada por dos guerras. Uno de aquellos viajeros, el puntual Guillermo

Dávalos, tenía la buena costumbre de compartir nuestras parrandas nocturnas y

regalarnos los muestrarios de sus novedades después de terminar sus negocios en

la ciudad.

El grupo, que vivía lejos del centro, no iba de noche al café Roma si no era

por motivos concretos. Para mí, en cambio, era la casa que no tenía. Trabajaba

por la mañana en la apacible redacción de El Heraldo, almorzaba como pudiera,

cuando pudiera y donde pudiera, pero casi siempre invitado dentro del grupo por

amigos buenos y políticos interesados. En la tarde escribía « La Jirafa» , mi nota

diaria, y cualquier otro texto de ocasión. A las doce del día y a las seis de la tarde

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