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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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parados en batería en la calzada del paseo Bolívar. El único local posible era el

café Roma, una tasca de refugiados españoles que no cerraba nunca por la razón

simple de que no tenía puertas. Tampoco tenía techos, en una ciudad de

aguaceros sacramentales, pero nunca se oyó decir que alguien dejara de

comerse una tortilla de papas o de concertar un negocio por culpa de la lluvia.

Era un remanso a la intemperie, con mesitas redondas pintadas de blanco y

silletas de hierro bajo frondas de acacias floridas. A las once, cuando cerraban

los periódicos matutinos —El Heraldo y La Prensa—, los redactores nocturnos se

reunían a comer. Los refugiados españoles estaban desde las siete, después de

escuchar en casa el diario hablado del profesor Juan José Pérez Domenech, que

seguía dando noticias de la guerra civil española doce años después de haberla

perdido. Una noche de suerte, el escritor Eduardo Zalamea había anclado allí de

regreso de La Guajira, y se disparó un tiro de revólver en el pecho sin

consecuencias graves. La mesa quedó como una reliquia histórica que los

meseros les mostraban a los turistas sin permiso para ocuparla. Años después,

Zalamea publicó el testimonio de su aventura en Cuatro años a bordo de mí

mismo, una novela que abrió horizontes insospechables en nuestra generación.

Yo era el más desvalido de la cofradía, y muchas veces me refugié en el

café Roma para escribir hasta el amanecer en un rincón apartado, pues los dos

empleos juntos tenían la virtud paradójica de ser importantes y mal pagados. Allí

me sorprendía el amanecer, leyendo sin piedad, y cuando me acosaba el

hambre me tomaba un chocolate grueso con un sanduiche de buen jamón

español y paseaba con las primeras luces del alba bajo los matarratones floridos

del paseo Bolívar. Las primeras semanas había escrito hasta muy tarde en la

redacción del periódico, y dormido unas horas en la sala desierta de la redacción

o sobre los rodillos del papel de imprenta, pero con el tiempo me vi forzado a

buscar un sitio menos original.

La solución, como tantas otras del futuro, me la dieron los alegres taxistas del

paseo Bolívar, en un hotel de paso a una cuadra de la catedral, donde se dormía

solo o acompañado por un peso y medio. El edificio era muy antiguo pero bien

mantenido, a costa de las putitas de solemnidad que merodeaban por el paseo

Bolívar desde las seis de la tarde al acecho de amores extraviados. El portero se

llamaba Lácides. Tenía un ojo de vidrio con el eje torcido y tartamudeaba por

timidez, y todavía lo recuerdo con una inmensa gratitud desde la primera noche

en que llegué. Echó el peso con cincuenta centavos en la gaveta del mostrador,

llena y a con los billetes sueltos y arrugados de la prima noche, y me dio la llave

del cuarto número seis.

Nunca había estado en un lugar tan tranquilo. Lo más que se oía eran los

pasos apagados, un murmullo incomprensible y muy de vez en cuando el crujido

angustioso de resortes oxidados. Pero ni un susurro, ni un suspiro: nada. Lo único

difícil era el calor de horno por la ventana clausurada con crucetas de madera.

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