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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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El ladrón tenía una vocación literaria bien asumida, no perdía palabra en las

conversaciones sobre artes y libros, y sabíamos que era autor vergonzante de

poemas de amor que declamaba para la clientela cuando no estábamos nosotros.

Después de la medianoche se iba a robar en los barrios altos, como si fuera un

empleo, y tres o cuatro horas después nos traía de regalo algunas baratijas

apartadas del botín may or. « Para las niñas» , nos decía, sin preguntar siquiera si

las teníamos. Cuando un libro le llamaba la atención nos lo llevaba de regalo, y si

valía la pena se lo donábamos a la biblioteca departamental que dirigía Meira

Delmar.

Aquellas cátedras itinerantes nos habían merecido una reputación turbia entre

las buenas comadres que encontrábamos al salir de la misa de cinco, y

cambiaban de acera para no cruzarse con borrachos amanecidos. Pero la verdad

es que no había parrandas más honradas y fructíferas. Si alguien lo supo de

inmediato fui y o, que los acompañaba en sus gritos de los burdeles sobre la obra

de John Dos Passos o los goles desperdiciados por el Deportivo Junior. Tanto, que

una de las graciosas hetairas de El Gato Negro, harta de toda una noche de

disputas gratuitas, nos había gritado al pasar:

—¡Si ustedes tiraran tanto como gritan, nosotras estaríamos bañadas en oro!

Muchas veces íbamos a ver el nuevo sol en un burdel sin nombre del barrio

chino donde vivió durante años Orlando Rivera Figurita, mientras pintaba un

mural que hizo época. No recuerdo alguien más disparatero, con su mirada

lunática, su barba de chivo y su bondad de huérfano. Desde la escuela primaria

le había picado la ventolera de ser cubano, y terminó por serlo más y mejor que

si lo hubiera sido. Hablaba, comía, pintaba, se vestía, se enamoraba, bailaba y

vivía su vida como un cubano, y cubano se murió sin conocer Cuba.

No dormía. Cuando lo visitábamos de madrugada bajaba a saltos de los

andamios, más pintorreteado él mismo que el mural, y blasfemando en lengua

de mambises en la resaca de la marihuana. Alfonso y yo le llevábamos artículos

y cuentos para ilustrar, y teníamos que contárselos de viva voz porque no tenía

paciencia para entenderlos leídos. Hacía los dibujos en un instante con técnicas

de caricatura, que eran las únicas en que creía. Casi siempre le quedaban bien,

aunque Germán Vargas decía de buena leche que eran mucho mejores cuando

le quedaban mal.

Así era Barranquilla, una ciudad que no se parecía a ninguna, sobre todo de

diciembre a marzo, cuando los alisios del norte compensaban los días infernales

con unos ventarrones nocturnos que se arremolinaban en los patios de las casas y

se llevaban a las gallinas por los aires. Sólo permanecían vivos los hoteles de paso

y las cantinas de vaporinos alrededor del puerto. Algunas pajaritas nocturnas

esperaban noches enteras la clientela siempre incierta de los buques fluviales.

Una banda de cobres tocaba un valse lánguido en la alameda, pero nadie la

escuchaba, por los gritos de los choferes que discutían de futbol entre los taxis

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