Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

11.12.2019 Views

estaba en Nueva York terminando un curso superior de periodismo en laUniversidad de Columbia.Un miembro itinerante del grupo, y el más distinguido junto con don Ramón,era José Félix Fuenmay or, el papá de Alfonso. Periodista histórico y narrador delos más grandes, había publicado un libro de versos, Musas del trópico, en 1910, ydos novelas: Cosme, en 1927, y Una triste aventura de catorce sabios, en 1928.Ninguno fue éxito de librería, pero la crítica especializada tuvo siempre a JoséFélix como uno de los mejores cuentistas, sofocado por las frondas de laProvincia.Nunca había oído hablar de él cuando lo conocí, un mediodía en quecoincidimos solos en el Japy, y de inmediato me deslumbró por la sabiduría y lasencillez de su conversación. Era veterano y sobreviviente de una mala cárcel enla guerra de los Mil Días. No tenía la formación de Vinyes, pero era más cercanoa mí por su modo de ser y su cultura caribe. Sin embargo, lo que más me gustabade él era su extraña virtud de transmitir su sabiduría como si fueran asuntos decoser y cantar. Era un conversador invencible y un maestro de la vida, y sumodo de pensar era distinto de todo cuanto había conocido hasta entonces. ÁlvaroCepeda y yo pasábamos horas escuchándolo, sobre todo por su principio básicode que las diferencias de fondo entre la vida y la literatura eran simples erroresde forma. Más tarde, no recuerdo dónde, Álvaro escribió una ráfaga certera:« Todos venimos de José Félix» .El grupo se había formado de un modo espontáneo, casi por la fuerza degravedad, en virtud de una afinidad indestructible pero difícil de entender aprimera vista. Muchas veces nos preguntaron cómo siendo tan distintosestábamos siempre de acuerdo, y teníamos que improvisar cualquier respuestapara no contestar la verdad: no siempre lo estábamos, pero entendíamos lasrazones. Eramos conscientes de que fuera de nuestro ámbito teníamos unaimagen de prepotentes, narcisistas y anárquicos. Sobre todo por nuestrasdefiniciones políticas. Alfonso era visto como un liberal ortodoxo, Germán comoun librepensador a regañadientes, Álvaro como un anarquista arbitrario y yocomo un comunista incrédulo y un suicida en potencia. Sin embargo, creo sin lamenor duda que nuestra fortuna may or fue que aun en los apuros más extremospodíamos perder la paciencia pero nunca el sentido del humor.Nuestras pocas discrepancias serias las discutíamos sólo entre nosotros, y aveces alcanzaban temperaturas peligrosas que sin embargo se olvidaban tanpronto como nos levantábamos de la mesa, o si llegaba algún amigo ajeno. Lalección menos olvidable la aprendí para siempre en el bar Los Almendros, unanoche de recién llegado en que Álvaro y y o nos enmarañamos en una discusiónsobre Faulkner. Los únicos testigos en la mesa eran Germán y Alfonso, y semantuvieron al margen en un silencio de mármol que llegó a extremosinsoportables. No recuerdo en qué momento, pasado de rabia y aguardiente

bruto, desafié a Álvaro a que resolviéramos la discusión a trompadas. Ambosiniciamos el impulso para levantarnos de la mesa y echarnos al medio de lacalle, cuando la voz impasible de Germán Vargas nos frenó en seco con unalección para siempre:—El que se levante primero y a perdió.Ninguno llegaba entonces a los treinta años. Yo, con veintitrés cumplidos, erael menor del grupo, y había sido adoptado por ellos desde que llegué paraquedarme en el pasado diciembre. Pero en la mesa de don Ramón Viny es noscomportábamos los cuatro como los promotores y postuladores de la fe, siemprejuntos, hablando de lo mismo y burlándonos de todo, y tan de acuerdo en llevarla contraria que habíamos terminado por ser vistos como si sólo fuéramos uno.La única mujer que considerábamos como parte del grupo era MeiraDelmar, que se iniciaba en el ímpetu de la poesía, pero sólo departíamos con ellaen las escasas ocasiones en que nos salíamos de nuestra órbita de malascostumbres. Eran memorables las veladas en su casa con los escritores y artistasfamosos que pasaban por la ciudad. Otra amiga con menos tiempo y frecuenciaera la pintora Cecilia Porras, que iba desde Cartagena de vez en cuando, y nosacompañaba en nuestros periplos nocturnos, pues le importaba un rábano que lasmujeres fueran mal vistas en cafés de borrachos y casas de perdición.Los del grupo nos encontrábamos dos veces al día en la librería Mundo, queterminó convertida en un centro de reunión literaria. Era un remanso de paz enmedio del fragor de la calle San Blas, la arteria comercial bulliciosa y ardientepor donde se vaciaba el centro de la ciudad a las seis de la tarde. Alfonso y yoescribíamos hasta la prima noche en nuestra oficina contigua a la sala deredacción de El Heraldo, como alumnos aplicados, él sus editoriales juiciosos yy o mis notas despelucadas. Con frecuencia nos intercambiábamos ideas de unamáquina a otra, nos prestábamos adjetivos, nos consultábamos datos de ida yvuelta, hasta el punto de que en algunos casos era difícil saber cuál párrafo era dequién.Nuestra vida diaria fue casi siempre previsible, salvo en las noches de losviernes que estábamos a merced de la inspiración y a veces empalmábamos conel desay uno del lunes. Si el interés nos atrapaba, los cuatro emprendíamos unaperegrinación literaria sin freno ni medida. Empezaba en El Tercer Hombre conlos artesanos del barrio y los mecánicos de un taller de automóviles, además defuncionarios públicos descarrilados y otros que lo eran menos. El más raro detodos era un ladrón de domicilios que llegaba poco antes de la medianoche con eluniforme del oficio: pantalones de ballet, zapatos de tenis, gorra de pelotero y unmaletín de herramientas ligeras. Alguien que lo sorprendió robando en su casaalcanzó a retratarlo y publicó la foto en la prensa por si alguien lo identificaba. Loúnico que obtuvo fueron varias cartas de lectores indignados por jugarles sucio alos pobres rateros.

bruto, desafié a Álvaro a que resolviéramos la discusión a trompadas. Ambos

iniciamos el impulso para levantarnos de la mesa y echarnos al medio de la

calle, cuando la voz impasible de Germán Vargas nos frenó en seco con una

lección para siempre:

—El que se levante primero y a perdió.

Ninguno llegaba entonces a los treinta años. Yo, con veintitrés cumplidos, era

el menor del grupo, y había sido adoptado por ellos desde que llegué para

quedarme en el pasado diciembre. Pero en la mesa de don Ramón Viny es nos

comportábamos los cuatro como los promotores y postuladores de la fe, siempre

juntos, hablando de lo mismo y burlándonos de todo, y tan de acuerdo en llevar

la contraria que habíamos terminado por ser vistos como si sólo fuéramos uno.

La única mujer que considerábamos como parte del grupo era Meira

Delmar, que se iniciaba en el ímpetu de la poesía, pero sólo departíamos con ella

en las escasas ocasiones en que nos salíamos de nuestra órbita de malas

costumbres. Eran memorables las veladas en su casa con los escritores y artistas

famosos que pasaban por la ciudad. Otra amiga con menos tiempo y frecuencia

era la pintora Cecilia Porras, que iba desde Cartagena de vez en cuando, y nos

acompañaba en nuestros periplos nocturnos, pues le importaba un rábano que las

mujeres fueran mal vistas en cafés de borrachos y casas de perdición.

Los del grupo nos encontrábamos dos veces al día en la librería Mundo, que

terminó convertida en un centro de reunión literaria. Era un remanso de paz en

medio del fragor de la calle San Blas, la arteria comercial bulliciosa y ardiente

por donde se vaciaba el centro de la ciudad a las seis de la tarde. Alfonso y yo

escribíamos hasta la prima noche en nuestra oficina contigua a la sala de

redacción de El Heraldo, como alumnos aplicados, él sus editoriales juiciosos y

y o mis notas despelucadas. Con frecuencia nos intercambiábamos ideas de una

máquina a otra, nos prestábamos adjetivos, nos consultábamos datos de ida y

vuelta, hasta el punto de que en algunos casos era difícil saber cuál párrafo era de

quién.

Nuestra vida diaria fue casi siempre previsible, salvo en las noches de los

viernes que estábamos a merced de la inspiración y a veces empalmábamos con

el desay uno del lunes. Si el interés nos atrapaba, los cuatro emprendíamos una

peregrinación literaria sin freno ni medida. Empezaba en El Tercer Hombre con

los artesanos del barrio y los mecánicos de un taller de automóviles, además de

funcionarios públicos descarrilados y otros que lo eran menos. El más raro de

todos era un ladrón de domicilios que llegaba poco antes de la medianoche con el

uniforme del oficio: pantalones de ballet, zapatos de tenis, gorra de pelotero y un

maletín de herramientas ligeras. Alguien que lo sorprendió robando en su casa

alcanzó a retratarlo y publicó la foto en la prensa por si alguien lo identificaba. Lo

único que obtuvo fueron varias cartas de lectores indignados por jugarles sucio a

los pobres rateros.

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