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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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Cartagena —donde vivía entonces— por recomendación urgente de Clemente

Manuel Zabala, jefe de redacción del diario El Universal, donde escribía mis

primeras notas editoriales. Pasamos una noche hablando de todo y quedamos en

una comunicación tan entusiasta y constante, de intercambio de libros y guiños

literarios, que terminé trabajando con ellos. Tres del grupo original se distinguían

por su independencia y el poder de sus vocaciones: Germán Vargas, Alfonso

Fuenmay or y Álvaro Cepeda Samudio. Teníamos tantas cosas en común que se

decía de mala leche que éramos hijos de un mismo padre, pero estábamos

señalados y nos querían poco en ciertos medios por nuestra independencia,

nuestras vocaciones irresistibles, una determinación creativa que se abría paso a

codazos y una timidez que cada uno resolvía a su manera y no siempre con

fortuna.

Alfonso Fuenmay or era un excelente escritor y periodista de veintiocho años

que mantuvo por largo tiempo en El Heraldo una columna de actualidad —« Aire

del día» — con el seudónimo shakespeareano de Puck. Cuanto más conocíamos

su informalidad y su sentido del humor, menos entendíamos que hubiera leído

tantos libros en cuatro idiomas de cuantos temas era posible imaginar. Su última

experiencia vital, a los casi cincuenta años, fue la de un automóvil enorme y

maltrecho que conducía con todo riesgo a veinte kilómetros por hora. Los taxistas,

sus grandes amigos y lectores más sabios, lo reconocían a distancia y se

apartaban para dejarle la calle libre.

Germán Vargas Cantillo era columnista del vespertino El Nacional, crítico

literario certero y mordaz, con una prosa tan servicial que podía convencer al

lector de que las cosas sucedían sólo porque él las contaba. Fue uno de los

mejores locutores de radio y sin duda el más culto en aquellos buenos tiempos de

oficios nuevos, y un ejemplo difícil del reportero natural que me habría gustado

ser. Rubio y de huesos duros, y ojos de un azul peligroso, nunca fue posible

entender en qué tiempo estaba al minuto en todo lo que era digno de ser leído. No

cejó un instante en su obsesión temprana de descubrir valores literarios ocultos en

rincones remotos de la Provincia olvidada para exponerlos a la luz pública. Fue

una suerte que nunca aprendiera a conducir en aquella cofradía de distraídos,

pues teníamos el temor de que no resistiera la tentación de leer manejando.

Álvaro Cepeda Samudio, en cambio, era antes que nada un chofer alucinado

—tanto de automóviles como de las letras—; cuentista de los buenos cuando bien

tenía la voluntad de sentarse a escribirlos; crítico magistral de cine, y sin duda el

más culto, y promotor de polémicas atrevidas. Parecía un gitano de la Ciénaga

Grande, de piel curtida y con una hermosa cabeza de bucles negros y

alborotados y unos ojos de loco que no ocultaban su corazón fácil. Su calzado

favorito eran unas sandalias de trapo de las más baratas, y llevaba apretado entre

los dientes un puro enorme y casi siempre apagado. Había hecho en El Nacional

sus primeras letras de periodista y publicado sus primeros cuentos. Aquel año

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