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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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La réplica era directa en el código de la tribu: si decía que sí era porque

estaba en un apuro urgente, tal vez con dos días de pan y agua, y en ese caso me

iba con él sin más comentarios y quedaba claro que se las arreglaba para

invitarme. La respuesta —no hay hambre— podía significar cualquier cosa, pero

era mi modo de decirle que no tenía problemas con el almuerzo. Quedamos en

vernos en la tarde, como siempre, en la librería Mundo.

Poco después del mediodía llegó un hombre joven que parecía un artista de

cine. Muy rubio, de piel cuarteada por la intemperie, los ojos de un azul

misterioso y una cálida voz de armonio. Mientras hablábamos sobre la revista de

aparición inminente, trazó en la cubierta del escritorio el perfil de un toro bravo

con seis trazos magistrales, y lo firmó con un mensaje para Fuenmay or. Luego

tiró el lápiz en la mesa y se despidió con un portazo. Yo estaba tan embebido en la

escritura, que no miré siquiera el nombre en el dibujo. Así que escribí el resto del

día sin comer ni beber, y cuando se acabó la luz de la tarde tuve que salir a

tientas con los primeros esbozos de la nueva novela, feliz con la certidumbre de

haber encontrado por fin un camino distinto de algo que escribía sin esperanzas

desde hacía más de un año.

Sólo esa noche supe que el visitante de la tarde era el pintor Alejandro

Obregón, recién llegado de otro de sus muchos viajes a Europa. No sólo era

desde entonces uno de los grandes pintores de Colombia, sino uno de los hombres

más queridos por sus amigos, y había anticipado su regreso para participar en el

lanzamiento de Crónica. Lo encontré con sus íntimos en una cantina sin nombre

en el callejón de la Luz, en pleno Barrio Abajo, que Alfonso Fuenmayor había

bautizado con el título de un libro reciente de Graham Greene: El tercer hombre.

Sus regresos eran siempre históricos, y el de aquella noche culminó con el

espectáculo de un grillo amaestrado que obedecía como un ser humano las

órdenes de su dueño. Se paraba en dos patas, extendía las alas, cantaba con silbos

rítmicos y agradecía los aplausos con reverencias teatrales. Al final, ante el

domador embriagado con la salva de aplausos, Obregón agarró el grillo por las

alas con la punta de los dedos, y ante el asombro de todos se lo metió en la boca

y lo masticó vivo con un deleite sensual. No fue fácil reparar con toda clase de

mimos y dádivas al domador inconsolable, más tarde me enteré de que no era el

primer grillo que Obregón se comía vivo en espectáculo público, ni sería el

último.

Nunca como en aquellos días me sentí tan integrado a aquella ciudad y a la

media docena de amigos que empezaban a ser conocidos en los medios

periodísticos e intelectuales del país como el grupo de Barranquilla. Eran

escritores y artistas jóvenes que ejercían un cierto liderazgo en la vida cultural de

la ciudad, de la mano del maestro catalán don Ramón Vinyes, dramaturgo y

librero legendario, consagrado en la Enciclopedia Espasa desde 1924.

Los había conocido en septiembre del año anterior cuando fui desde

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