11.12.2019 Views

Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

You also want an ePaper? Increase the reach of your titles

YUMPU automatically turns print PDFs into web optimized ePapers that Google loves.

escritorio, pues Alfonso debía escribir esa mañana la primera nota editorial de

Crónica. Pero la noticia que llevaba me alegró el día: el primer número, previsto

para la semana siguiente, se aplazaba una quinta vez por incumplimientos en los

suministros de papel. Con suerte, dijo Alfonso, saldríamos dentro de tres

semanas.

Pensé que aquel plazo providencial me alcanzaría para definir el principio del

libro, pues todavía estaba yo demasiado biche para darme cuenta de que las

novelas no empiezan como uno quiere sino como ellas quieren. Tanto, que seis

meses después, cuando me creía en la recta final, tuve que rehacer a fondo las

diez páginas del principio para que el lector se las creyera, y todavía hoy no me

parecen válidas. El plazo debió ser también un alivio para Alfonso, porque en

lugar de lamentarlo se quitó la chaqueta y se sentó al escritorio para seguir

corrigiendo la edición reciente del diccionario de la Real Academia, que nos

había llegado por esos días. Era su ocio favorito desde que encontró un error

casual en un diccionario inglés, y mandó la corrección documentada a sus

editores de Londres, tal vez sin más gratificación que hacerles un chiste de los

nuestros en la carta de remisión: « Por fin Inglaterra nos debe un favor a los

colombianos» . Los editores le respondieron con una carta muy amable en la que

reconocían su falta y le pedían que siguiera colaborando con ellos. Así fue, por

varios años, y no sólo dio con otros tropiezos en el mismo diccionario, sino en

otros de distintos idiomas. Cuando la relación envejeció, había contraído y a el

vicio solitario de corregir diccionarios en español, inglés o francés, y si tenía que

hacer antesalas o esperar en los autobuses o en cualquiera de las tantas colas de

la vida, se entretenía en la tarea milimétrica de cazar gazapos entre los

matorrales de las lenguas.

El bochorno era insoportable a las doce. El humo de los cigarrillos de ambos

había nublado la poca luz de las dos únicas ventanas, pero ninguno se tomó el

trabajo de ventilar la oficina, tal vez por la adicción secundaria de seguir

fumando el mismo humo hasta morir. Con el calor era distinto. Tengo la suerte

congénita de poder ignorarlo hasta los treinta grados a la sombra. Alfonso, en

cambio, iba quitándose la ropa pieza por pieza a medida que apretaba el calor, sin

interrumpir la tarea: la corbata, la camisa, la camiseta. Con la otra ventaja de

que la ropa permanecía seca mientras él se consumía en el sudor, y podía

ponérsela otra vez cuando bajaba el sol, tan aplanchada y fresca como en el

desay uno. Ese debió ser el secreto que le permitió aparecer siempre en cualquier

parte con sus linos blancos, sus corbatas de nudos torcidos y su duro cabello de

indio dividido en el centro del cráneo por una línea matemática. Así estaba otra

vez a la una de la tarde, cuando salió del baño como si acabara de levantarse de

un sueño reparador. Al pasar junto a mí, me preguntó:

—¿Almorzamos?

—No hay hambre, maestro —le dije.

Hooray! Your file is uploaded and ready to be published.

Saved successfully!

Ooh no, something went wrong!