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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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Mi método de entonces era distinto del que adopté después como escritor

profesional. Escribía sólo con los índices —como sigo haciéndolo— pero no

rompía cada párrafo hasta dejarlo a gusto —como ahora—, sino que soltaba todo

lo que llevaba en bruto dentro de mí. Pienso que el sistema estaba impuesto por

las medidas del papel, que eran bandas verticales recortadas de las bobinas para

imprenta, y que bien podían tener cinco metros. El resultado eran unos originales

largos y angostos como papiros que salían en cascada de la máquina de escribir

y se extendían en el piso a medida que uno escribía. El jefe de redacción no

encargaba los artículos por cuartillas, ni por palabras o letras, sino por

centímetros de papel. « Un reportaje de metro y medio» , se decía. Volví a

añorar este formato en plena madurez, cuando caí en la cuenta de que en la

práctica era igual a la pantalla de la computadora.

El ímpetu con que empecé la novela era tan irresistible que perdí el sentido

del tiempo. A las diez de la mañana llevaría escrito más de un metro, cuando

Alfonso Fuenmayor abrió de golpe la puerta principal, y se quedó de piedra con

la llave en la cerradura, como si la hubiera confundido con la del baño. Hasta que

me reconoció.

—¡Y usted, qué carajo hace aquí a esta hora! —me dijo sorprendido.

—Estoy escribiendo la novela de mi vida —le dije.

—¿Otra? —dijo Alfonso con su humor impío—. Pues tiene usted más vidas

que un gato.

—Es la misma, pero de otro modo —le dije para no darle explicaciones

inútiles.

No nos tuteábamos, por la rara costumbre colombiana de tutearse desde el

primer saludo y pasar al usted sólo cuando se logra una may or confianza —

como entre esposos.

Sacó libros y papeles del maletín maltrecho y los puso en el escritorio.

Mientras tanto, escuchó con su curiosidad insaciable el trastorno emocional que

traté de transmitirle con el relato frenético de mi viaje. Al final, como síntesis, no

pude evitar mi desgracia de reducir a una frase irreversible lo que no soy capaz

de explicar.

—Es lo más grande que me ha sucedido en la vida —le dije.

—Menos mal que no será lo último —dijo Alfonso.

Ni siquiera lo pensó, pues tampoco él era capaz de aceptar una idea sin

haberla reducido a su tamaño justo. Sin embargo, lo conocía bastante para darme

cuenta de que tal vez mi emoción del viaje no lo había enternecido tanto como

yo esperaba, pero sin duda lo había intrigado. Así fue: desde el día siguiente

empezó a hacerme toda suerte de preguntas casuales pero muy lúcidas sobre el

curso de la escritura, y un simple gesto suyo era suficiente para ponerme a

pensar que algo debía ser corregido.

Mientras hablábamos había recogido mis papeles para dejar libre el

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