Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez
y y o fuimos matriculados en la escuela del maestro Luis Gabriel Mesa, dondenos sentimos más libres y mejor integrados a una nueva comunidad. Tomamosen alquiler una casa enorme en la mejor esquina de la población, con dos pisos yun balcón corrido sobre la plaza, por cuyos dormitorios desolados cantaba toda lanoche el fantasma invisible de un alcaraván.Todo estaba listo para el desembarco feliz de la madre y las hermanas,cuando llegó el telegrama con la noticia de que el abuelo Nicolás Márquez habíamuerto. Lo había sorprendido un malestar en la garganta que fue diagnosticadocomo un cáncer terminal, y apenas si tuvieron tiempo de llevarlo a Santa Martapara morir. Al único de nosotros que vio en su agonía fue al hermano Gustavo,con seis meses de nacido, a quien alguien puso en la cama del abuelo para que sedespidiera de él. El abuelo agonizante le hizo una caricia de adiós.Necesité muchos años para tomar conciencia de lo que significaba para míaquella muerte inconcebible.La mudanza para Sincé se hizo de todos modos, no sólo con los hijos, sino conla abuela Mina, la tía Mama, ya enferma, y ambas al buen cargo de la tía Pa.Pero la alegría de la novedad y el fracaso del proy ecto ocurrieron casi al mismotiempo, y en menos de un año regresamos todos a la vieja casa de Cataca« azotando el sombrero» , como decía mi madre en las situaciones sin remedio.Papá se quedó en Barranquilla estudiando el modo de instalar su cuarta farmacia.Mi último recuerdo de la casa de Cataca por aquellos días atroces fue el de lahoguera del patio donde quemaron las ropas de mi abuelo. Sus liquiliques deguerra y sus linos blancos de coronel civil se parecían a él como si continuaravivo dentro de ellos mientras ardían. Sobre todo las muchas gorras de pana dedistintos colores que habían sido la seña de identidad que mejor lo distinguía adistancia. Entre ellas reconocí la mía a cuadros escoceses, incinerada pordescuido, y me estremeció la revelación de que aquella ceremonia deexterminio me confería un protagonismo cierto en la muerte del abuelo. Hoy loveo claro: algo mío había muerto con él. Pero también creo, sin duda alguna, queen ese momento era ya un escritor de escuela primaria al que sólo le faltabaaprender a escribir.Fue ese mismo estado de ánimo el que me alentó a seguir vivo cuando salícon mi madre de la casa que no pudimos vender. Como el tren de regreso podíallegar a cualquier hora, nos fuimos a la estación sin pensar siquiera en saludar anadie más. « Otro día volvemos con más tiempo» , dijo ella, con el únicoeufemismo que se le ocurrió para decir que no volvería jamás. Por mi parte, yosabía entonces que nunca más en el resto de mi vida dejaría de añorar el truenode las tres de la tarde.Fuimos los únicos fantasmas en la estación, aparte del empleado de overolque vendía los billetes y hacía además lo que en nuestro tiempo requería veinte otreinta hombres apresurados. El calor era de hierro. Al otro lado de las vías del
tren sólo quedaban los restos de la ciudad prohibida de la compañía bananera, susantiguas mansiones sin sus tejados rojos, las palmeras marchitas entre la malezay los escombros del hospital, y en el extremo del camellón, la casa delMontessori abandonada entre almendros decrépitos y la placita de caliche frentea la estación sin el mínimo rastro de grandeza histórica.Cada cosa, con sólo mirarla, me suscitaba una ansiedad irresistible de escribirpara no morir. La había padecido otras veces, pero sólo aquella mañana lareconocí como un trance de inspiración, esa palabra abominable pero tan realque arrasa todo cuanto encuentra a su paso para llegar a tiempo a sus cenizas.No recuerdo que habláramos algo más, ni siquiera en el tren de regreso. Yaen la lancha, en la madrugada del lunes, con la brisa fresca de la ciénagadormida, mi madre se dio cuenta de que tampoco yo dormía, y me preguntó:—¿En qué piensas?—Estoy escribiendo —le contesté. Y me apresuré a ser más amable—:Mejor dicho, estoy pensando lo que voy a escribir cuando llegue a la oficina.—¿No te da miedo de que tu papá se muera de pesar? Me escapé con unalarga verónica.—Ha tenido tantos motivos para morirse, que éste ha de ser el menos mortal.No era la época más propicia para aventurarme en una segunda noveladespués de estar empantanado en la primera y de haber intentado con fortuna osin ella otras formas de ficción, pero yo mismo me lo impuse aquella nochecomo un compromiso de guerra: escribirla o morir. O como Rilke había dicho:« Si usted cree que es capaz de vivir sin escribir, no escriba» .Desde el taxi que nos llevó hasta el muelle de las lanchas, mi vieja ciudad deBarranquilla me pareció extraña y triste en las primeras luces de aquel febreroprovidencial. El capitán de la lancha Eline Mercedes me invitó a queacompañara a mi madre hasta la población de Sucre, donde vivía la familiadesde hacía diez anos. No lo pensé siquiera. La despedí con un beso, y ella memiró a los ojos, me sonrió por primera vez desde la tarde anterior y me preguntócon su picardía de siempre:—Entonces, ¿qué le digo a tu papá?Le contesté con el corazón en la mano:—Dígale que lo quiero mucho y que gracias a él voy a ser escritor. —Y meanticipé sin compasión a cualquier alternativa—: Nada más que escritor.Me gustaba decirlo, unas veces en broma y otras en serio, pero nunca contanta convicción como aquel día. Permanecí en el muelle respondiendo a losadioses lentos que me hacía mi madre desde la baranda, hasta que la lanchadesapareció entre escombros de barcos. Entonces me precipité a la oficina de ElHeraldo, excitado por la ansiedad que me carcomía las entrañas, y sin respirarapenas empecé la nueva novela con la frase de mi madre: « Vengo a pedirte elfavor de que me acompañes a vender la casa» .
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antiguas mansiones sin sus tejados rojos, las palmeras marchitas entre la maleza
y los escombros del hospital, y en el extremo del camellón, la casa del
Montessori abandonada entre almendros decrépitos y la placita de caliche frente
a la estación sin el mínimo rastro de grandeza histórica.
Cada cosa, con sólo mirarla, me suscitaba una ansiedad irresistible de escribir
para no morir. La había padecido otras veces, pero sólo aquella mañana la
reconocí como un trance de inspiración, esa palabra abominable pero tan real
que arrasa todo cuanto encuentra a su paso para llegar a tiempo a sus cenizas.
No recuerdo que habláramos algo más, ni siquiera en el tren de regreso. Ya
en la lancha, en la madrugada del lunes, con la brisa fresca de la ciénaga
dormida, mi madre se dio cuenta de que tampoco yo dormía, y me preguntó:
—¿En qué piensas?
—Estoy escribiendo —le contesté. Y me apresuré a ser más amable—:
Mejor dicho, estoy pensando lo que voy a escribir cuando llegue a la oficina.
—¿No te da miedo de que tu papá se muera de pesar? Me escapé con una
larga verónica.
—Ha tenido tantos motivos para morirse, que éste ha de ser el menos mortal.
No era la época más propicia para aventurarme en una segunda novela
después de estar empantanado en la primera y de haber intentado con fortuna o
sin ella otras formas de ficción, pero yo mismo me lo impuse aquella noche
como un compromiso de guerra: escribirla o morir. O como Rilke había dicho:
« Si usted cree que es capaz de vivir sin escribir, no escriba» .
Desde el taxi que nos llevó hasta el muelle de las lanchas, mi vieja ciudad de
Barranquilla me pareció extraña y triste en las primeras luces de aquel febrero
providencial. El capitán de la lancha Eline Mercedes me invitó a que
acompañara a mi madre hasta la población de Sucre, donde vivía la familia
desde hacía diez anos. No lo pensé siquiera. La despedí con un beso, y ella me
miró a los ojos, me sonrió por primera vez desde la tarde anterior y me preguntó
con su picardía de siempre:
—Entonces, ¿qué le digo a tu papá?
Le contesté con el corazón en la mano:
—Dígale que lo quiero mucho y que gracias a él voy a ser escritor. —Y me
anticipé sin compasión a cualquier alternativa—: Nada más que escritor.
Me gustaba decirlo, unas veces en broma y otras en serio, pero nunca con
tanta convicción como aquel día. Permanecí en el muelle respondiendo a los
adioses lentos que me hacía mi madre desde la baranda, hasta que la lancha
desapareció entre escombros de barcos. Entonces me precipité a la oficina de El
Heraldo, excitado por la ansiedad que me carcomía las entrañas, y sin respirar
apenas empecé la nueva novela con la frase de mi madre: « Vengo a pedirte el
favor de que me acompañes a vender la casa» .