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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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Me costó mucho aprender a leer. No me parecía lógico que la letra m se

llamara eme, y sin embargo con la vocal siguiente no se dijera emea sino ma. Me

era imposible leer así. Por fin, cuando llegué al Montessori la maestra no me

enseñó los nombres sino los sonidos de las consonantes. Así pude leer el primer

libro que encontré en un arcón polvoriento del depósito de la casa. Estaba

descosido e incompleto, pero me absorbió de un modo tan intenso que el novio de

Sara soltó al pasar una premonición aterradora: « ¡Carajo!, este niño va a ser

escritor» .

Dicho por él, que vivía de escribir, me causó una gran impresión. Pasaron

varios años antes de saber que el libro era Las mil y una noches. El cuento que

más me gustó —uno de los más cortos y el más sencillo que he leído— siguió

pareciéndome el mejor por el resto de mi vida, aunque ahora no estoy seguro de

que fuera allí donde lo leí, ni nadie ha podido aclarármelo. El cuento es éste: un

pescador prometió a una vecina regalarle el primer pescado que sacara si le

prestaba un plomo para su atarray a, y cuando la mujer abrió el pescado para

freírlo tenía dentro un diamante del tamaño de una almendra.

Siempre he relacionado la guerra del Perú con la decadencia de Cataca, pues

una vez proclamada la paz mi padre se extravió en un laberinto de

incertidumbres que terminó por fin con el traslado de la familia a su pueblo natal

de Sincé. Para Luis Enrique y yo, que lo acompañamos en su viaje de

exploración, fue en realidad una nueva escuela de vida, con una cultura tan

diferente de la nuestra que parecían ser de dos planetas distintos. Desde el día

siguiente de la llegada nos llevaron a las huertas vecinas y allí aprendimos a

montar en burro, a ordeñar vacas, a capar terneros, a armar trampas de

codornices, a pescar con anzuelo y a entender por qué los perros se quedaban

enganchados con sus hembras. Luis Enrique iba siempre muy por delante de mí

en el descubrimiento del mundo que Mina nos mantuvo vedado, y del cual la

abuela Argemira nos hablaba en Sincé sin la menor malicia. Tantos tíos y tías,

tantos primos de colores distintos, tantos parientes de apellidos raros hablando en

jergas tan diversas nos transmitían al principio más confusión que novedad, hasta

que lo entendimos como otro modo de querer. El papá de papá, don Gabriel

Martínez, que era un maestro de escuela legendario, nos recibió a Luis Enrique y

a mí en su patio de árboles inmensos con los mangos más famosos de la

población por su sabor y su tamaño. Los contaba uno por uno todos los días desde

el primero de la cosecha anual y los arrancaba uno por uno con su propia mano

en el momento de venderlos al precio fabuloso de un centavo cada uno. Al

despedirnos, después de una charla amistosa sobre su memoria de buen maestro,

arrancó un mango del árbol más frondoso y nos lo dio para los dos.

Papá nos había vendido aquel viaje como un paso importante en la

integración familiar, pero desde la llegada nos dimos cuenta de que su propósito

secreto era el de establecer una farmacia en la gran plaza principal. Mi hermano

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